Prólogo [del
editor]
Este
libro fue escrito por don Juan, hijo del muy noble infante don Manuel, con el
deseo de que los hombres hagan en este mundo tales obras que les resulten
provechosas para su honra, su hacienda y estado, así como para que encuentren
el camino de la salvación. Con este fin escribió los cuentos más provechosos
que él sabía, para que los hombres puedan guiarse por medio de ellos, pues
sería extraño que a alguien le sucediera alguna cosa que no se parezca a alguna
de las contadas aquí.
Como don Juan ha visto y comprobado que en los libros hay
muchos errores de copia, pues las letras son muy parecidas entre sí y los
copistas, al confundirlas, cambian el sentido de muchos pasajes, por lo que
luego los lectores le echan la culpa al autor de la obra, pide don Juan a
quienes leyeren cualquier copia de un libro suyo que, si encuentran alguna
palabra mal empleada, no le culpen a él, hasta que consulten el original que
salió de sus manos y que estará corregido, en muchas ocasiones, de su puño y
letra.
Estos son los libros que ha escrito hasta el presente: Crónica
abreviada, Libro de los sabios, Libro de la caballería, Libro del infante,
Libro del caballero y del escudero, Libro del conde, Libro de la caza, Libro de
las máquinas de guerra, Libro de los cantares. Estas obras, manuscritas,
están en el monasterio de los dominicos de Peñafiel, que fue construido por el
mismo don Juan Manuel. Cuando las hubieren visto, si encuentran en ellas
ciertas faltas o incorrecciones, no las deben achacar a su voluntad sino a su
cortedad de entendimiento, porque se atrevió a tratar temas tan importantes y
difíciles.
Aunque sabe Dios que lo hizo para enseñar a quienes no son
sabios ni letrados, por lo cual escribió todos sus libros en castellano,
demostrando así que fueron escritos para los más iletrados, para gente de
escasa cultura, como lo es él. A partir de ahora comienza el prólogo del Libro
de los cuentos del Conde Lucanor y Patronio.
Prólogo
En
el nombre de Dios: amén. Entre las muchas cosas extrañas y maravillosas que
hizo Dios Nuestro Señor, hay una que llama más la atención, como lo es el hecho
de que, existiendo tantas personas en el mundo, ninguna sea idéntica a otra en
los rasgos de la cara, a pesar de que todos tengamos en ella los mismo
elementos. Si las caras, que son tan pequeñas, muestran tantísima variedad, no
será extraño que haya grandes diferencias en las voluntades e inclinaciones de
los hombres. Por eso veréis que ningún hombre se parece a otro ni en la
voluntad ni en sus inclinaciones, y así quiero poneros algunos ejemplos para
que lo podáis entender mejor.
Todos
los que aman y quieren servir a Dios, aunque desean lo mismo, cada uno lo sirve
de una manera distinta, pues unos lo hacen de un modo y otros de otro modo.
Igualmente, todos los que están al servicio de un señor le sirven, aunque de
formas distintas. Del mismo modo ocurre con quienes se dedican a la
agricultura, a la ganadería, a la caza o a otros oficios, que, aunque todos
trabajan en lo mismo, cada uno tiene una idea distinta de su ocupación, y así
actúan de forma muy diversa. Con este ejemplo, y con otros que no es necesario
enumerar, bien podéis comprender que, aunque todos los hombres sean hombres, y
por ello tienen inclinaciones y voluntad, se parezcan tan poco en la cara como
se parecen en su intención y voluntad. Sin embargo, se parecen en que a todos
les gusta aprender aquellas cosas que les resultan más agradables. Como cada
persona aprende mejor lo que más le gusta, si alguien quiere enseñar a otro
debe hacerlo poniendo los medios más agradables para enseñarle; por eso es
fácil comprobar que a muchos hombres les resulta difícil comprender las ideas
más profundas, pues no las entienden ni sienten placer con la lectura de los
libros que las exponen, ni tampoco pueden penetrar su sentido. Al no
entenderlas, no sienten placer con ciertos libros que podrían enseñarles lo que
más les conviene.
Por
eso yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del Reino de
Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré, entre las
cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren. Hice
así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar una medicina para el
hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la medicina un poco de azúcar
o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues por -31-
el gusto que siente el hígado a lo dulce, lo atrae para sí, y con ello a
la medicina que tanto le beneficiará. Lo mismo hacen con cualquier miembro u
órgano que necesite una medicina, que siempre la mezclan con alguna cosa que
resulte agradable a aquel órgano, para que se aproveche bien de ella. Siguiendo
este ejemplo, haré este libro, que resultará útil para quienes lo lean, si por
su voluntad encuentran agradables las enseñanzas que en él se contienen; pero
incluso los que no lo entiendan bien, no podrán evitar que sus historias y
agradable estilo los lleven a leer las enseñanzas que tiene entremezclados, por
lo que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de ellas, al igual que el hígado
y los demás órganos se benefician y mejoran con las medicinas en las que se
ponen agradables sustancias. Dios, que es perfecto y fuente de toda perfección,
quiera, por su bondad y misericordia, que todos los que lean este libro saquen
el provecho debido de su lectura, para mayor gloria de Dios, salvación de su
alma y provecho para su cuerpo, como Él sabe muy bien que yo, don Juan, pretendo.
Quienes encuentren en el libro alguna incorrección, que no la imputen a mi
voluntad, sino a mi falta de entendimiento; sin embargo, cuando encuentren
algún ejemplo provechoso y bien escrito, deberán agradecerlo a Dios, pues Él es
por quien todo lo perfecto y hermoso se dice y se hace.
Cuento II
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo
Otra
vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba
muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas
personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo,
creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio
de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que
encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo
de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo
habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor
-continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que
ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que,
aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre
quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como
hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo
algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de
saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados
están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben
cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no
hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y,
al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas
de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de
vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó
actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas
que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía
obrar en futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca
de una villa. Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para
comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer
la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga
alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los
saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a
decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo,
pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen
hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho
aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal
sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre
mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con
otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a
comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie,
mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De
nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho,
y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo
bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la
dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos,
iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las
fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le
parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión,
decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la
cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que
comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que
apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados
en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que
habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio, decían la
verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra
casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía
bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos
dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que
yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro
grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello
te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor.
Como nos encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé
subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos
montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos
montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y
como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser
criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego
también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a
censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados
también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en
adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y,
habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de
que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los
malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si
es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa
mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que
creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a
menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente
habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que
deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen
si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o
provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no
os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar
por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si
no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de
hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden
posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después
los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de
hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en
este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
buscad
vuestro provecho y no os dejéis llevar.
Cuento V
Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un
pedazo de queso en el pico
Hablando
otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a
alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades.
Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció
muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le
proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió
que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere
engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que
en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró
una vez un gran pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo con
tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar
la zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de
quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de
vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por
todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora
que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis
que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino
también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de
vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan
bonito como otros colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse
cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono
azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues
vuestros ojos son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son
los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene más
oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes
que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que
voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte,
cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo
que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en
todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha
otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello de lo que
dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la
zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad
seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era
verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no sospechó
que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus palabras y
halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la
boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue
engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le hizo creerse más
hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os
otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro poder y
estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por
tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo
así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó
poner en este libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los
versos:
siempre busca
quitarte algunos bienes.
Cuento VII
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me
ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si
con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho,
pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán
muy grandes.
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se
atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes
viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se
llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al
mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino,
empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una
partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero
que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y
vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus
vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus
hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó
también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos
bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría
por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla
cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota
y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy
amargamente porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la
olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no
pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que
pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas
razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis
iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda
ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó
de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
mas de las
fantasías os debéis alejar.
Cuento
XXXII
Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el
paño
Otra
vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:
-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy
importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna
persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el
secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a
alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría
algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre
este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo
que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió
a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio
y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor
habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de
quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por
quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.
»Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio
sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta
manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si
no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala
grande para que hiciesen aquella tela.
»Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en
aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no
había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio
oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron
encerrados en aquel salón.
»Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas
tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían
empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y
labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía
de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.
»El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió
a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a
los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se
atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que
la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber
visto la tela.
»Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber
visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos
tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os
place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y
aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no
habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la
tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la
veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y
temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho
la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían
mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y
primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en
ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
»A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a
su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía
el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y
labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey
las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si
alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la
tela, tanto o más que el propio rey.
»Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la
tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy
desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había
sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de
la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.
»Al día siguiente
envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta
manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus
vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.
»Así
siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que
vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela
envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después,
preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje
que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la
tela y la estuvieran cosiendo.
»Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le
trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le
alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin
atreverse a decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo,
montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no
padeció el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el
que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que,
aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron
callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro,
palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo:
«Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro
cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y
así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a
reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les
habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían
ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide
que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro
de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para
buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han
vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó
escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
más le gusta engañarte
que los higos.
Cuento
XXXIV
Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro
-Patronio, un familiar mío, en quien confío totalmente y de
cuyo amor estoy seguro, me aconseja ir a un lugar que me infunde cierto temor.
Mi pariente me insiste y dice que no debo tener miedo alguno, pues antes
perdería él la vida que consentir mi daño. Por eso, os ruego que me aconsejéis
qué debo hacer.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para aconsejaros
debidamente me gustaría mucho que supierais lo que le ocurrió a un ciego con
otro.
-Señor conde -continuó Patronio-, un hombre vivía en una
ciudad, perdió la vista y quedó ciego. Y estando así, pobre y ciego, lo visitó
otro ciego que vivía en la misma ciudad, y le propuso ir ambos a otra villa
cercana, donde pedirían limosna y tendrían con qué alimentarse y sustentarse.
»El primer ciego le dijo que el camino hasta aquella ciudad
tenía pozos, barrancos profundos y difíciles puertos de montaña; y por ello
temía hacer aquel camino.
»El otro ciego le dijo que desechase aquel temor, porque él
lo acompañaría y así caminaría seguro. Tanto le insistió y tantas ventajas le
contó del cambio, que el primer ciego lo creyó y partieron los dos.
»Cuando llegaron a los lugares más abruptos y peligrosos,
cayó en un barranco el ciego que, como conocedor del camino, llevaba al otro, y
también cayó el ciego que sospechó los peligros del viaje.
»Vos, señor
conde, si justificadamente sentís recelo y la aventura es peligrosa, no corráis
ningún riesgo a pesar de lo que vuestro buen pariente os propone, aunque os
diga que morirá él antes que vos; porque os será de muy poca utilidad su muerte
si vos también corréis el mismo peligro y podéis morir.
El
conde pensó que era este un buen consejo, obró según él y sacó de ello
provecho.
Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner
en este libro e hizo unos versos que dicen así:
aunque te asista un verdadero amigo.
Cuento
XXXVIII
Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras
preciosas y se ahogó en el río
Un día dijo el conde a Patronio que deseaba mucho quedarse
en una villa donde le tenían que dar mucho dinero, con el que esperaba lograr
grandes beneficios, pero que al mismo tiempo temía quedarse allí, pues,
entonces, correría peligro su vida. Y, así, le rogaba que le aconsejase qué
debía hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, en mi opinión, para que
hagáis en esto lo más juicioso, me gustaría que supierais lo que sucedió a un
hombre que llevaba un tesoro al cuello y estaba pasando un río.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que llevaba a
cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y eran tantas que le pesaban mucho.
En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan pesada, se
hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río, empezó a
hundirse aún más.
»Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla del
río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no abandonaba aquella carga,
corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si
moría ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría
salvarse desprendiéndose de las riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto
valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas y echarlas al
río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.
»A vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero y otras
ganancias que podáis conseguir os vendrían bien, yo os aconsejo que, si en ese
sitio peligra vuestra vida, no permanezcáis allí por lograr más dinero ni
riquezas. También os aconsejo que jamás pongáis en peligro vuestra vida si no
es asunto de honra o si, de no hacerlo, os resultara grave daño, pues el que en
poco se estima y, por codicia o ligereza, arriesga su vida, es quien no aspira
a hacer grandes obras; sin embargo, el que se tiene a sí mismo en mucho ha de
hacer tales cosas que los otros también lo aprecien, pues el hombre no es
valorado porque él se precie, sino porque los demás admiren en él sus buenas
obras. Tened, señor conde, por seguro que tal persona estimará en mucho su vida
y no la arriesgará por codicia ni por cosa pequeña, pero en las ocasiones que
de verdad merezcan arriesgar la vida, estad seguro de que nadie en el mundo lo
hará tan bien como el que vale mucho y se estima en su justo valor.
El
conde consideró bueno este ejemplo, obró según él y le fue muy bien.
Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó
poner en este libro y añadió estos versos que dicen así:
A quien por codicia su vida aventura,
sabed que sus bienes muy poco le duran.

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