miércoles, 18 de septiembre de 2019

Exposiciones de la Primera Evaluación

Temas para exponer en orden. Las fechas de exposición son aproximadas dependiendo de cómo vayamos avanzando con las clases.

  1º. Tópicos literarios. (2 alumas.). Ya realizada.

        2º. La lírica tradicional. Textos (2 alumnos). (30 sept.)

-           3º. La épica medieval. Mester de juglaría. Textos del Poema de Mío Cid (2 alumnos). (1/3 oct.)

4      4º. El nacimiento de la prosa. Alfonso X. Texto (2 alumnos). 7 oct.
       
         5º. Don Juan Manuel. El Conde Lucanor. Textos. 8 oct.


   6º Mester de Clerecía. Gonzalo de Berceo. Textos. (2 alumnos) 10 oct.

       
-       7º Arcipreste de Hita:  Libro de buen amor. Textos (2 alumnos) 11 oct.

-             8º. El Romancero. Textos (2 alumnos). 14 oct

          9º. La lírica culta del siglo XV. Los Cancioneros. Textos (2 alumnos).  15 oct.

-            10º. Coplas- 17 oct. 

-          Temas y tópicos: paso del tiempo, muerte, fortuna, la fama… (2 alumnos).

  11º. Celestina: 22 oct. 
-          
-          Personajes: Celestina, Calisto, Melibea; Pármeno y Sempronio; Elicia y Areúsa; Pleberio y Alisa (3 alumnos).

-          La sociedad de La Celestina (1 alumno).

-          Aspectos medievales y renacentistas de la obra (2 alumnos).

-          Temas: amor, muerte, etc. (2 alumnos).


lunes, 16 de septiembre de 2019

La Celestina. Obra completa y selección de actos para el examen.

En este enlace encontraréis la obra completa en su versión moderna. Los viernes leeremos en clase partes de la obra y la seguiréis en casa. Para el examen entrarán esta selección de actos que os he copiado en esta entrada. 

ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA

Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo, llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno, el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.

CALISTO.-  En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.-  ¿En qué, Calisto?

CALISTO.-  En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA.-  ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

CALISTO.-  Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

MELIBEA.-  Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.

CALISTO.-  ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA.-  Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO.-  Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.


ACTO IV

ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO

Celestina, andando por el camino, habla consigo misma hasta llegar a la puerta de Pleberio, donde halló a Lucrecia, criada de Pleberio. Pónese con ella en razones. Sentidas por Alisa, madre de Melibea, y sabido que es Celestina, hácela entrar en casa. Viene un mensajero a llamar a Alisa. Vase. Queda Celestina en casa con Melibea y le descubre la causa de su venida.

ALISA.-  Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se vendrá en que más nos veamos.

CELESTINA.-  Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

MELIBEA.-  ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?

CELESTINA.-  Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre.

MELIBEA.-  Bien conozco que hablas de la feria según te va en ella. Así que otra canción dirán los ricos.


CELESTINA.-  Señora hija, a cada cabo hay tres leguas de mal quebranto. A los ricos se les va la gloria y descanso por otros albañales de asechanzas que no se parecen ladrillados por encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios; más segura cosa es ser menospreciado que temido. Mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dejar. Mi amigo no será simulado, y el del rico sí. Yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda. Nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar, todos le han envidia. Apenas hallarás un rico que no confiese que le sería mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseídos de las riquezas que no los que las poseen. A muchos trajo la muerte, a todos quita el placer, y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. ¿No oíste decir «durmieron su sueño los varones de las riquezas y ninguna cosa hallaron en sus manos»? Cada rico tiene una docena de hijos y nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le saque de medio de ellos. No ven la hora que tener a él so la tierra y lo suyo entre sus manos y darle a poca costa su morada para siempre.

MELIBEA.-  Madre, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera?

CELESTINA.-  Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió.

MELIBEA.-  Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo.

CELESTINA.-  Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Así que en esto poca ventaja nos lleváis.

MELIBEA.-  Espantada me tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río?

CELESTINA.-  Hasta que Dios quiera.

MELIBEA.-  Vieja te has parado. Bien dicen que los días no van en balde. Así goce de mí, no te conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás.

LUCRECIA.-  ¡Ji, ji, ji! ¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa la media cara!

MELIBEA.-  ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?

LUCRECIA.-  De cómo no conocías a la madre.
CELESTINA.-  Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecí temprano y parezco de doblada edad. Que así goce de esta alma pecadora y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor. Mira cómo no soy vieja como me juzgan.

MELIBEA.-  Celestina, amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.

CELESTINA.-  ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no de solo pan viviremos? Pues así es, que no el solo comer mantiene, mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encomiendas ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mí.  Pues, si tú me das licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oído, y tal, que todos perderíamos en me tornar en balde sin que la sepas.

MELIBEA.-  Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos.

CELESTINA.-  ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo. Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenía yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacío. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Ahora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo mal pecado me lo traen, que no caben dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna. Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro, que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen, «pan y vino anda camino, que no mozo garrido». Así que, donde no hay varón, todo bien fallece. Con mal está el huso cuando la barba no anda de suso. Ha venido esto, señora, por lo que decía de las ajenas necesidades y no mías.

MELIBEA.-  Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

CELESTINA.-  Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.




MELIBEA.-  Vieja honrada, no te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo, le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.

CELESTINA.-  El temor perdí mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. El perro, con todo su ímpetu y braveza, cuando viene a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto de piedad. Pues, ¿las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame las gallinas a comer de ello. El pelícano rompe el pecho por dar a sus hijos a comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos le dieron cebo siendo pollitos. Pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades y tales que, donde está la melecina, salió la causa de la enfermedad?

MELIBEA.-  Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que su pasión y remedio salen de una misma fuente.

CELESTINA.-  Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.

MELIBEA.-  ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad, causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.

CELESTINA.-  ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!


MELIBEA.-  ¿Aun hablas entre dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?

CELESTINA.-  Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.
MELIBEA.-  ¡Jesú! No oiga yo mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avísale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía.

CELESTINA.-  ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadía?

CELESTINA.-  Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.

MELIBEA.-  ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

CELESTINA.-  Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.
MELIBEA.-  Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?

CELESTINA.-  Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora, que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su merecimiento, no tendría en mucho que fuese él el delincuente y yo la condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.

MELIBEA.-  No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedías oración.

CELESTINA.-  Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen.

MELIBEA.-  Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.

CELESTINA.-  Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será víspera de una saya.

MELIBEA.-  Bien lo has merecido.

CELESTINA.-  Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.

MELIBEA.-  Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.
CELESTINA.-  ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.

MELIBEA.-  ¿Y qué tanto tiempo ha?

CELESTINA.-  Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre.

MELIBEA.-  Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.

CELESTINA.-  Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.

MELIBEA.-  ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.-  ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, Lucrecia?

LUCRECIA.-  Señora, que baste lo dicho, que es tarde.

MELIBEA.-  Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta.

LUCRECIA.-  No miento yo, que mal va este hecho.

CELESTINA.-  Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado.

MELIBEA.-  Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.

CELESTINA.-  Más será menester y más harás, y aunque no se te agradezca.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.-  Digo, señora, que todos lo agradecemos y serviremos, y todos quedamos obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.

LUCRECIA.-  ¡Trastócame esas palabras!

CELESTINA.-  ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Irás a casa y darte he una lejía con que pares esos cabellos más que el oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.

LUCRECIA.-  Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.

CELESTINA.-  Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado. Déjame ir en paz.

MELIBEA.-  ¿Qué le dices, madre?

CELESTINA.-  Señora, acá nos entendemos.

MELIBEA.-  Dímelo, que me enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.

CELESTINA.-  Señora, que te acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mí a tener mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenías ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran las que tú pensabas, en sí no eran malas, que cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y así quedaba mi demanda, comoquiera que fuese, en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de éstas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla.

MELIBEA.-  En todo has tenido buen tiento, así en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.
CELESTINA.-  Señora, sufriste con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese gastado.

MELIBEA.-  En cargo te es ese caballero.

CELESTINA.-  Señora, más merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.

MELIBEA.-  Mientras más aína la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho ni de tu ida me puede venir daño.

ACTO VI

ARGUMENTO DEL SEXTO ACTO

Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno, oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa y con ella Pármeno.

CALISTO.-  ¿Qué dices, señora y madre mía?
CELESTINA.-  ¡Oh mi señor Calisto! ¿Y aquí estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que en tornarlo a pensar se me menguan y vacían todas las venas de mi cuerpo de sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora daría este manto raído y viejo.

PÁRMENO.-  Tú dirás lo tuyo. Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja. Tú me sacarás a mí verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible.

SEMPRONIO.-  Calla, hombre desesperado, que te matará Calisto si te oye.

CALISTO.-  ¡Madre mía, o abrevia tu razón o toma esta espada y mátame!

PÁRMENO.-  Temblando está el diablo como azogado. No se puede tener en sus pies, su lengua le querría prestar para que hablase presto. No es mucha su vida, luto habremos de medrar de estos amores.

CELESTINA.-  ¿Espada, señor, o qué? ¡Espada mala mate a tus enemigos y a quien mal te quiere!, que yo la vida te quiero dar con buena esperanza que traigo de aquella que tú amas.

CALISTO.-  ¿Buena esperanza, señora?
CELESTINA.-  Buena se puede decir, pues queda abierta puerta para mi tornada y antes me recibirá a mí con esta saya rota que a otra con seda y brocado.

PÁRMENO.-  Sempronio, cóseme esta boca, que no lo puedo sufrir. ¡Encajado ha la saya!

SEMPRONIO.-  ¿Callarás, por Dios, o te echaré de aquí con el diablo? Que si anda rodeando su vestido, hace bien, pues tiene de ello necesidad, que el abad, de do canta, de allí viste.

PÁRMENO.-  Y aun viste como canta. Y esta puta vieja querría en un día, por tres pasos, desechar todo el pelo malo cuanto cincuenta años no ha podido medrar.

SEMPRONIO.-  ¿Todo eso es lo que te castigó, y el conocimiento que os teníais y lo que te crió?

PÁRMENO.-  Bien sufriré yo más que pida y pele, pero no todo para su provecho.

SEMPRONIO.-  No tiene otra tacha sino ser codiciosa, pero dejarla barde sus paredes, que después bardará las nuestras o en mal punto nos conoció.

CALISTO.-  Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Qué tenía vestido? ¿A qué parte de casa estaba? ¿Qué cara te mostró al principio?

CELESTINA.-  Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas flechas en el coso, la que los monteses puercos contra los sabuesos que mucho los aquejan.

CALISTO.-  ¿Y a ésas llamas señales de salud? Pues, ¿cuáles serían mortales? No por cierto la misma muerte, que aquélla alivio sería en tal caso de este mi tormento, que es mayor y duele más.

SEMPRONIO.-  ¿Éstos son los fuegos pasados de mi amo? ¿Qué es esto? ¿No tendría este hombre sufrimiento para oír lo que siempre ha deseado?

PÁRMENO.-  ¿Y que calle yo, Sempronio? Pues si nuestro amo te oye, tan bien te castigará a ti como a mí.

SEMPRONIO.-  ¡Oh mal fuego te abrase! Que tú hablas en daño de todos y yo a ninguno ofendo. ¡Oh intolerable pestilencia y mortal te consuma, rijoso, envidioso, maldito! ¿Toda ésta es la amistad que con Celestina y conmigo habías concertado? ¡Vete de aquí a la mala ventura!

CALISTO.-  Si no quieres, reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda gloriosa y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador, pues todo eso más es señal de odio que de amor.


CELESTINA.-  La mayor gloria que al secreto oficio del abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues, ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú, demás de su merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios, desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su dádiva? Que, a quien más quieren, peor hablan. Y si así no fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas que aman a las escondidas doncellas. Si todas dijesen «sí» a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas, las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío exterior, un sosegado vulto, un aplacible desvío, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agras que la propia lengua se maravilla del gran sufrimiento suyo, que la hace forzosamente confesar el contrario de lo que siente. Así que para que tú descanses y tengas reposo mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que el fin de tu razón fue muy bueno.

CALISTO.-  Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he sabido en suma.

CELESTINA.-  Subamos, señor.

PÁRMENO.-  ¡Oh Santa María, y qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti vamos.

CALISTO.-  Mira, señora, qué hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue.

CELESTINA.-  Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este mundo y algunas mayores.

CALISTO.-  Eso será de cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.

PÁRMENO.-  Ya escurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.

SEMPRONIO.-  ¡Oh maldiciente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar con gana.
CELESTINA.-  Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...

CALISTO.-  ¡Oh gozo sin par! ¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso!

CELESTINA.-  ¿Debajo de mi manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le mejora.

PÁRMENO.-  Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea y contemplase en su gesto y considerase cómo estaría aviniendo el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más saludables que estos engaños de Celestina.

CALISTO.-  ¿Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola?

CELESTINA.-  Recibí, señor, tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro.

CALISTO.-  Ahora la recibo yo; cuánto más quien ante sí contemplaba tal imagen. Enmudecerías con la novedad incogitada.

CELESTINA.-  Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo, para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien cosa de grande espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos, a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.

CALISTO.-  Eso me di, señora madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella Tusca Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres días antes su fin prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenía. Ya creo lo que se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.

CELESTINA.-  ¿Qué, señor? Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para ellas.

CALISTO.-  ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no hubiere efecto, cual querría, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud. ¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el mundo?

CELESTINA.-  Señor, no atajes mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro.

CALISTO.-  ¿Qué, qué? Sí, que hachas y pajes hay que te acompañen.

PÁRMENO.-  ¡Sí, sí, por que no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos que cantan con lo escuro!

CALISTO.-  ¿Dices algo, hijo Pármeno?

PÁRMENO.-  Señor, que yo y Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro.

CALISTO.-  Bien dicho es. Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la demanda de la oración.

CELESTINA.-  Que la daría de su grado.

CALISTO.-  ¿De su grado? ¡Dios mío, qué alto don!

CELESTINA.-  Pues más le pedí.

CALISTO.-  ¿Qué, mi vieja honrada?

CELESTINA.-  ¡Un cordón que ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias!

CALISTO.-  Pues, ¿qué dijo?

CELESTINA.-  ¡Dame albricias! Decírtelo he.

CALISTO.-  ¡Oh!, por Dios, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo; o pide lo que quieras.

CELESTINA.-  Por un manto que des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traía.

CALISTO.-  ¿Qué dices de manto? Manto y saya y cuanto yo tengo.

CELESTINA.-  Manto he menester y éste tendré yo en harto. No te alargues más, no pongas sospechosa duda en mi pedir, que dicen que ofrecer mucho al que poco pide es especie de negar.

CALISTO.-  ¡Corre, Pármeno!, llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray que se sacó para frisado.

PÁRMENO.-  ¡Así, así, a la vieja todo por que venga cargada de mentiras como abeja, y a mí que me arrastren! Tras esto anda ella hoy todo el día con sus rodeos.

CALISTO.-  ¡De qué gana va el diablo! No hay cierto tan mal servido hombre como yo, manteniendo mozos adivinos, rezongadores, enemigos de mi bien. ¿Qué vas, bellaco, rezando? Envidioso, ¿qué dices, que no te entiendo? Ve donde te mando presto y no me enojes, que harto basta mi pena para me acabar, que también habrá para ti sayo en aquella pieza.

PÁRMENO.-  No digo, señor, otra cosa, sino que es tarde para que venga el sastre.

CALISTO.-  ¿No digo yo que adivinas? Pues quédese para mañana. Y tú, señora, por amor mío te sufras, que no se pierde lo que se dilata. Y mándame mostrar aquel santo cordón que tales miembros fue digno de ceñir. ¡Gozarán mis ojos con todos los otros sentidos, pues juntos han sido apasionados! ¡Gozará mi lastimado corazón, aquel que nunca recibió momento de placer después que aquella señora conoció! Todos los sentidos le llagaron, todos acorrieron a él con sus esportillas de trabajo. Cada uno le lastimó cuanto más pudo: los ojos en verla, los oídos en oírla, las manos en tocarla.

CELESTINA.-  ¿Que la has tocado dices? Mucho me espantas.

CALISTO.-  Entre sueños, digo.

CELESTINA.-  ¿Entre sueños?

CALISTO.-  En sueños la veo tantas noches que temo me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veía envuelto en el manto de su amiga y otro día matáronle, y no hubo quien le alzase de la calle ni cubriese, sino ella con su manto. Pero en vida o en muerte, alegre me sería vestir su vestidura.

CELESTINA.-  Asaz tienes pena, pues cuando los otros reposan en sus camas, preparas tú el trabajo para sufrir otro día. Esfuérzate, señor, que no hizo Dios a quien desamparase. Da espacio a tu deseo, toma este cordón, que si yo no me muero, yo te daré a su ama.

CALISTO.-  ¡Oh nuevo huésped! ¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento tuviste de ceñir aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros enlazasteis mis deseos! ¡Decidme si os hallasteis presentes en la desconsolada respuesta de aquella a quien vosotros servís y yo adoro y, por más que trabajo noches y días, no me vale ni aprovecha!

CELESTINA.-  Refrán viejo es, «quien menos procura, alcanza más bien». Pero yo te haré procurando conseguir lo que siendo negligente no habrías. Consuélate, señor, que en una hora no se ganó Zamora, pero no por eso desconfiaron los combatientes.

CALISTO.-  ¡Oh desdichado!, que las ciudades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen; pero esta mi señora tiene el corazón de acero. No hay metal que con él pueda, no hay tiro que lo melle. Pues poned escalas en su muro, unos ojos tiene con que echa saetas, una lengua de reproches y desvíos, el asiento tiene en parte que a media legua no le pueden poner cerco.

CELESTINA.-  ¡Calla, señor, que el buen atrevimiento de un solo hombre ganó a Troya! No desconfíes, que una mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa; no sabes bien lo que yo puedo.

CALISTO.-  Cuanto dijeres, señora, te quiero creer, pues tal joya como ésta me trajiste. ¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura! Yo te veo y no lo creo. ¡Oh cordón, cordón! ¿Fuísteme tú enemigo? Di lo cierto. Si lo fuiste, yo te perdono, que de los buenos es propio las culpas perdonar. No lo creo, que, si fueras contrario, no vinieras tan presto a mi poder, salvo si vienes a disculparte. Conjúrote me respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene.

CELESTINA.-  Cesa ya, señor, ese devanear, que me tienes cansada de escucharte y al cordón roto de tratarlo.

CALISTO.-  ¡Oh mezquino de mí!, que asaz bien me fuera del cielo otorgado que de mis brazos fueras hecho y tejido, y no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear y ceñir con debida reverencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abrazados. ¡Oh qué secretos habrás visto de aquella excelente imagen!

CELESTINA.-  ¡Más verás tú y con más sentido, si no lo pierdes hablando lo que hablas!

CALISTO.-  Calla, señora, que él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos!, acordaos cómo fuisteis causa y puerta por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la causa. Acordaos  que sois deudores de la salud. Remirad la melecina que os viene hasta casa.

SEMPRONIO.-  Señor, por holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea.
CALISTO.-  ¡Qué loco desvariado, atajasolaces! ¿Cómo es eso?

SEMPRONIO.-  Que mucho hablando matas a ti y a los que te oyen. Y así que perderás la vida o el seso. Cualquier que falte basta para quedarte a oscuras. Abrevia tus razones; darás lugar a las de Celestina.

CALISTO.-  ¿Enójote, madre, con mi luenga razón, o está borracho este mozo?

CELESTINA.-  Aunque no lo esté, debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al cordón como cordón, porque sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea te veas. No haga tu lengua iguales la persona y el vestido.

CALISTO.-  ¡Oh mi señora, mi madre, mi consoladora, déjame gozar en este mensajero de mi gloria! ¡Oh lengua mía!, ¿por qué te impides en otras razones, dejando de adorar presente la excelencia de quien por ventura jamás verás en tu poder? ¡Oh mis manos, con qué atrevimiento, con cuán poco acatamiento tenéis y tratáis la triaca de mi llaga! Ya no podrán empecer las hierbas que aquel crudo casquillo traía envueltas en su aguda punta. Seguro soy, pues quien dio la herida la cura. ¡Oh tú, señora, alegría de las viejas mujeres, gozo de las mozas, descanso de los fatigados como yo, no me hagas más penado con tu temor, que me hace mi vergüenza! Suelta la rienda a mi contemplación, déjame salir por las calles con esta joya, por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo.

SEMPRONIO.-  No afistoles tu llaga cargándola de más deseo. No es, señor, el solo cordón del que pende tu remedio.

CALISTO.-  Bien lo conozco, pero no tengo sufrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa.

CELESTINA.-  ¿Empresa? Aquélla es empresa que de grado es dada, pero ya sabes que lo hizo por amor de Dios para guarecer tus muelas, no por el tuyo para cerrar tus llagas. Pero, si yo vivo, ella volverá la hoja.

CALISTO.-  ¿Y la oración?

CELESTINA.-  No se me dio por ahora.

CALISTO.-  ¿Qué fue la causa?

CELESTINA.-  La brevedad del tiempo, pero quedó que si tu pena no aflojase, que tornase mañana por ella.

CALISTO.-  ¿Aflojar? Entonces aflojará mi pena cuando su crueldad.

CELESTINA.-  Asaz, señor, basta lo dicho y hecho. Obligada queda, según lo que mostró, a todo lo que para esta enfermedad yo quisiere pedir, según su poder. Mira, señor, si esto basta para la primera vista. Yo me voy. Cumple, señor, que si salieres mañana, lleves rebozado un paño, porque si de ella fueres visto, no acuse de falsa mi petición.
CALISTO.-  Y aun cuatro por tu servicio. Pero, dime, por Dios, ¿pasó más?, que muero por oír palabras de aquella dulce boca. ¿Cómo fuiste tan osada que sin la conocer te mostraste tan familiar en tu entrada y demanda?

CELESTINA.-  ¿Sin la conocer? Cuatro años fueron mis vecinas. Trataba con ellas, hablaba y reía de día y de noche. Mejor me conoce su madre que a sus mismas manos; aunque Melibea se ha hecho grande mujer, discreta, gentil.

PÁRMENO.-  ¡Ea, mira, Sempronio, qué te digo al oído!

SEMPRONIO.-  Dime, ¿qué dices?

PÁRMENO.-  Aquel atento escuchar de Celestina da materia de alargar en su razón a nuestro amo. Llégate a ella, dale del pie, hagámosle de señas que no espere más, sino que se vaya, que no hay tan loco hombre nacido que solo mucho hable.

CALISTO.-  ¿Gentil dices, señora, que es Melibea? Parece que lo dices burlando. ¿Hay nacida su par en el mundo? ¿Crió Dios otro mejor cuerpo? ¿Puédense pintar tales facciones, dechado de hermosura? Si hoy fuera viva Helena, por quien tanta muerte hubo de griegos y troyanos, o la hermosa Policena, todas obedecerían a esta señora por quien yo peno. Si ella se hallara presente en aquel debate de la manzana con las tres diosas, nunca sobrenombre de discordia le pusieran, porque sin contrariar ninguna, todas concedieran y vinieran conformes en que la llevara Melibea. Así se llamara manzana de concordia. Pues cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios porque no se acordó de ellas cuando a ésta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la perfección que sin trabajo dotó a ella natura. De ellas, pelan sus cejas con tenacicas y pegones y a cordelejos; de ellas, buscan las doradas hierbas, raíces, ramas y flores para hacer lejías con que sus cabellos semejasen a los de ella. Las caras martillando, envistiéndolas en diversos matices con ungüentos y unturas, aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por evitar prolijidad no las cuento. Pues la que todo esto halló hecho, mira si merece de un triste hombre como yo ser servida...

CELESTINA.-  Bien te entiendo, Sempronio. Déjale, que él caerá de su asno y acabará.

CALISTO.-  ... en la que toda la natura se remiró por la hacer perfecta, que las gracias que en todas repartió las juntó en ella. Allí hicieron alarde cuanto más acabadas pudieron allegarse, por que conociesen los que la viesen cuánta era la grandeza de su pintor. Sola una poca de agua clara con un ebúrneo peine basta para exceder a las nacidas en gentileza. Éstas son sus armas, con éstas mata y vence, con éstas me cautivó, con éstas me tiene ligado y puesto en dura cadena.

CELESTINA.-  Calla y no te fatigues, que más aguda es la lima que yo tengo que fuerte esa cadena que te atormenta. Yo la cortaré con ella por que tú quedes suelto. Por ende, dame licencia, que es muy tarde, y déjame llevar el cordón, porque, como sabes, tengo de él necesidad.


CALISTO.-  ¡Oh desconsolado de mí! La fortuna adversa me sigue junta, que contigo o con el cordón o con entrambos quisiera yo estar acompañado esta noche luenga y oscura. Pero, pues no hay bien cumplido en esta penosa vida, venga entera la soledad. ¡Mozos, mozos!

PÁRMENO.-  Señor.

CALISTO.-  Acompaña a esta señora hasta su casa y vaya con ella tanto placer y alegría cuanta conmigo queda tristeza y soledad.

CELESTINA.-  Quede, señor, Dios contigo. Mañana será mi vuelta, donde mi manto y la respuesta vendrán a un punto, pues hoy no hubo tiempo. Y súfrete, señor, y piensa en otras cosas.

CALISTO.-  Eso no, que es herejía olvidar aquella por quien la vida me aplace.

ACTO XII

ARGUMENTO DEL DUODÉCIMO ACTO

Llegando la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, van para casa de Melibea. Lucrecia y Melibea están cabe la puerta, aguardando a Calisto. Viene Calisto. Háblale primero Lucrecia. Llama a Melibea. Apártase Lucrecia. Háblanse por entre las puertas Melibea y Calisto. Pármeno y Sempronio en su cabo departen. Oyen gentes por la calle. Apercíbense para huir. Despídese Calisto de Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio, al son del ruido que había en la calle, despierta. Llama a su mujer, Alisa. Preguntan a Melibea quién da patadas en su cámara. Responde Melibea a su padre fingiendo que tenía sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando. Échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte de la ganancia. Disimula Celestina. Vienen a reñir. Échanle mano a Celestina; mátanla. Da voces Elicia. Viene la justicia y prende a ambos.

PÁRMENO.-  ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a almorzar?

SEMPRONIO.-  Ve tú donde quisieres, que, antes que venga el día, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que fabrique alguna ruindad con que nos excluya.

PÁRMENO.-  Bien dices. Olvidádolo había. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera que le pese, que sobre dinero no hay amistad.

SEMPRONIO.-  ¡Ce, ce, calla!, que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.

CELESTINA.-  ¿Quién llama?

SEMPRONIO.-  Abre, que son tus hijos.

CELESTINA.-  No tengo yo hijos que anden a tal hora.
SEMPRONIO.-  Ábrenos a Pármeno y Sempronio, que nos venimos acá almorzar contigo.

CELESTINA.-  ¡Oh locos traviesos! Entrad, entrad. ¿Cómo venís a tal hora, que ya amanece? ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Despidiose la esperanza de Calisto o vive todavía con ella, o cómo queda?

SEMPRONIO.-  ¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera ya anduviera su alma buscando posada para siempre. Que, si estimarse pudiese a lo que de allí nos queda obligado, no sería su hacienda bastante a cumplir la deuda, si verdad es lo que dicen que la vida y persona es más digna y de más valor que otra cosa ninguna.

CELESTINA.-  ¡Jesú! ¿Que en tanta afrenta os habéis visto? Cuéntamelo, por Dios.

SEMPRONIO.-  Mira qué tanta que, por mi vida, la sangre me hierve en el cuerpo en tornarlo a pensar.

CELESTINA.-  Reposa, por Dios, y dímelo.

PÁRMENO.-  Cosa larga le pides, según venimos alterados y cansados del enojo que habemos habido. Harías mejor en aparejarnos a él y a mí de almorzar; quizá nos amansaría algo la alteración que traemos. Que cierto te digo que no querría ya topar hombre que paz quisiese. Mi gloria sería ahora hallar en quién vengar la ira que no pude en los que nos la causaron, por su mucho huir.

CELESTINA.-  ¡Landre me mate si no me espanto en verte tan fiero! Creo que burlas. Dímelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha pasado?

SEMPRONIO.-  Por Dios, sin seso vengo, desesperado; aunque para contigo por demás es no templar la ira y todo enojo, y mostrar otro semblante que con los hombres. Jamás me mostré poder mucho con los que poco pueden. Traigo, señora, todas las armas despedazadas, el broquel sin aro, la espada como sierra, el casquete abollado en la capilla. Que no tengo con que salir un paso con mi amo cuando menester me haya, que quedó concertado de ir esta noche que viene a verse por el huerto. Pues, ¿comprarlo de nuevo? ¡No mandó un maravedí en que caiga muerto!

CELESTINA.-  Pídelo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastó y quebró. Pues sabes que es persona que luego lo cumplirá, que no es de los que dicen «vive conmigo y busca quien te mantenga». Él es tan franco que te dará para eso y para más.

SEMPRONIO.-  ¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas; a este cuento en armas se le irá su hacienda. ¿Cómo quieres que le sea tan importuno en pedirle más de lo que él de su propio grado hace, pues es harto? No digan por mí que, dándome un palmo, pido cuatro. Dionos las cien monedas, dionos después la cadena. A tres tales aguijones no tendrá cera en el oído. Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo razonable, no lo perdamos todo por querer más de la razón, que quien mucho abarca poco suele apretar.


CELESTINA.-  ¡Gracioso es el asno! Por mi vejez, que, si sobre comer fuera, que dijera que habíamos todos cargado demasiado. ¿Estás en tu seso, Sempronio? ¿Qué tiene que hacer tu galardón con mi salario, tu soldada con mis mercedes? ¿Soy yo obligada a soldar vuestras armas, a cumplir vuestras faltas? A osadas, que me maten si no te has asido a una palabrilla que te dije el otro día viniendo por la calle, que cuanto yo tenía era tuyo y que, en cuanto pudiese con mis pocas fuerzas, jamás te faltaría. Y que, si Dios me diese buena manderecha con tu amo, que tú no perderías nada. Pues ya sabes, Sempronio, que estos ofrecimientos, estas palabras de buen amor, no obligan. No ha de ser oro cuanto reluce, si no, más barato valdría. Dime, ¿estoy en tu corazón, Sempronio? Verás, si aunque soy vieja, si acierto lo que tú puedes pensar. Tengo, hijo, en buena fe, más pesar, que se me quiere salir esta alma de enojo. Di a esta loca de Elicia, como vine de tu casa, la cadenilla que traje para que se holgase con ella, y no se puede acordar dónde la puso, que en toda esta noche ella ni yo no habemos dormido sueño de pesar. No por su valor de la cadena, que no era mucho, pero por su mal cobro de ella y de mi mala dicha. Entraron unos conocidos y familiares míos en aquella sazón aquí. Temo no la hayan llevado diciendo «si te vi, burleme, etc.». Así que, hijos, ahora que quiero hablar con entrambos, si algo vuestro amo a mí me dio, debéis mirar que es mío; que de tu jubón de brocado no te pedí yo parte ni la quiero. Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merecen. Que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros. Más materiales he gastado, pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de Pármeno, Dios haya su alma. Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo; vosotros, por recreación y deleite. Pues así, no habéis vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. Pero, aun con todo lo que he dicho, no os despidáis, si mi cadena parece, de sendos pares de calzas de grana, que es el hábito que mejor en los mancebos parece. Y si no, recibid la voluntad, que yo me callaré con mi pérdida. Y todo esto de buen amor, porque holgasteis que hubiese yo antes el provecho de estos pasos que no otra. Y si no os contentarais, de vuestro daño haréis.

SEMPRONIO.-  No es ésta la primera vez que yo he dicho cuánto en los viejos reina este vicio de codicia. Cuando pobre, franca; cuando rica, avarienta. Así que adquiriendo crece la codicia y la pobreza codiciando, y ninguna cosa hace pobre al avariento sino la riqueza. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! ¿Quién la oyó esta vieja decir que me llevase yo todo el provecho, si quisiese, de este negocio, pensando que sería poco? Ahora que lo ve crecido no quiere dar nada, por cumplir el refrán de los niños, que dicen «de lo poco, poco; de lo mucho, nada».

PÁRMENO.-  Dete lo que prometió o tomémosselo todo. Harto te decía yo quién era esta vieja, si tú me creyeras.

CELESTINA.-  Si mucho enojo traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mí, que bien sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la necesidad que tenéis de lo que pedís, ni aun por la mucha codicia que lo tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de dinero, ponéisme estos temores de la partición. Pues callad, que quien éstas os supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más conocimiento, y más razón, y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo que se promete en este caso, dígalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de contar cómo nos pasó cuando a la otra dolía la madre!
SEMPRONIO.-  Yo dígole que se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!

CELESTINA.-  ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco; de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos y a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos acaecieron a mí y a la desdichada de tu madre. Aun así me trataba ella cuando Dios quería.

PÁRMENO.-  ¡No me hinches las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te puedas quejar!

CELESTINA.-  ¡Elicia, Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá, allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí creído, jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la posada, no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».

SEMPRONIO.-  ¡Oh vieja avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de lo ganado?

CELESTINA.-  ¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.

SEMPRONIO.-  Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.

ELICIA.-  Mete, por Dios, el espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.

CELESTINA.-  ¡Justicia, justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!

SEMPRONIO.-  ¿Rufianes o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.
CELESTINA.-  ¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!

PÁRMENO.-  Dale, dale. Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.

CELESTINA.-  ¡Confesión!

ELICIA.-  ¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¿Y para quién tuvisteis manos? Muerta es mi madre y mi bien todo.

SEMPRONIO.-  ¡Huye, huye, Pármeno, que carga mucha gente! ¡Guarte, guarte, que viene el alguacil!

PÁRMENO.-  ¡Oh pecador de mí, que no hay por dó nos vamos, que está tomada la puerta!

SEMPRONIO.-  ¡Saltemos de estas ventanas; no muramos en poder de justicia!

PÁRMENO.-  ¡Salta, que yo tras ti voy!

ACTO XIV

ARGUMENTO DEL DECIMOCUARTO ACTO

Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el cual le había hecho voto de venir en aquella noche a visitarla, lo cual cumplió, y con él vinieron Sosia y Tristán. Y después que cumplió su voluntad, volvieron todos a la posada. Y Calisto se retrae en su palacio y quéjase por haber estado tan poca cuantidad de tiempo con Melibea. Y ruega a Febo que cierre sus rayos, para haber de restaurar su deseo.

SOSIA.-  Arrima esa escalera, Tristán, que éste es el mejor lugar, aunque alto.

TRISTÁN.-  Sube, señor. Yo iré contigo, porque no sabemos quién está dentro. Hablando están.

CALISTO.-  Quedaos, locos, que yo entraré solo, que a mi señora oigo.

MELIBEA.-  Es tu sierva, es tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima. ¡Oh mi señor!, no saltes de tan alto, que me moriré en verlo; baja, baja poco a poco por el escala; no vengas con tanta presura.

CALISTO.-  ¡Oh angélica imagen! ¡Oh preciosa perla ante quien el mundo es feo! ¡Oh mi señora y mi gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación de placer que me hace no sentir todo el gozo que poseo.

MELIBEA.- Señor mío, pues me fié en tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia. No quieras perderme por tan breve deleite y en tan poco espacio, que las mal hechas cosas, después de cometidas, más presto se pueden reprehender que enmendar. Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona; no pidas ni tomes aquello que, tomado, no será en tu mano volver. Guarte, señor, de dañar lo que con todos tesoros del mundo no se restaura.
CALISTO.-  Señora, pues por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿qué sería, cuando me la diesen, desecharla? Ni tú, señora, me lo mandaras, ni yo lo podría acabar conmigo. No me pidas tal cobardía. No es hacer tal cosa de ninguno que hombre sea, mayormente amando como yo. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?

MELIBEA.-  Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden. Está quedo, señor mío. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es propio fruto de amadores; no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo.

CALISTO.-  ¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de tocar tu ropa con su indignidad y poco merecer. Ahora gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.

MELIBEA.-  Apártate allá, Lucrecia.

CALISTO.-  ¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.

MELIBEA.-  Yo no los quiero de mi yerro. Si pensara que tan desmesuradamente te habías de haber conmigo, no fiara mi persona de tu cruel conversación.

SOSIA.-  Tristán, bien oyes lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio?

TRISTÁN.-  Oigo tanto que juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació, y por mi vida que, aunque soy muchacho, que diese tan buena cuenta como mi amo.

SOSIA.-  Para con tal joya quienquiera se tendría manos, pero con su pan se la coma, que bien caro le cuesta: dos mozos entraron en la salsa de estos amores.

TRISTÁN.-  Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a ruines, haced locuras en confianza de su defensión! Viviendo con el Conde que no matase al hombre, me daba mi madre por consejo. Veslos a ellos alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua degollados.

MELIBEA.-  ¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite? ¡Oh pecadora de ti! Mi madre, si de tal cosa fueses sabedora, ¡cómo tomarías de grado tu muerte y me la darías a mí por fuerza! ¡Cómo serías cruel verdugo de tu propia sangre! ¡Cómo sería yo fin quejosa de tus días! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y lugar a quebrantar tu casa! ¡Oh traidora de mí, cómo no miré primero el gran yerro que se seguía de tu entrada, el gran peligro que esperaba!

SOSIA.-  ¡Antes quisiera yo oírte esos milagros! Todas sabéis esa oración después que no puede dejar de ser hecho. ¡Y el bobo de Calisto que se lo escucha!

ACTO XIX

ARGUMENTO DEL DECIMONOVENO ACTO

Yendo Calisto con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea, que lo estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con Areúsa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, vienen Traso y otros por mandado de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y a Elicia, a los cuales sale Sosia. Y oyendo Calisto desde el huerto donde estaba con Melibea el ruido que traían, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus días pereciesen, porque los tales este don reciben por galardón, y por esto han de saber desamar los amadores.

MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.

               Papagayos, ruiseñores,                               
            que cantáis al alborada,                                
            llevad nueva a mis amores                            
            como espero aquí asentada.  
            La media noche es pasada                            
                  y no viene;                                   
            sabedme si hay otra amada                           
                  que lo detiene.     
                       
CALISTO.-  Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida, que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh salteada melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

MELIBEA.-  ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Había rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrío lleva por entre las frescas hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer.

CALISTO.-  Pues señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.

MELIBEA.-  ¿Qué quieres que cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?

CALISTO.-  Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.

LUCRECIA.-  Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no hubieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!

MELIBEA.-  ¿Señor mío, quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?

CALISTO.-  No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?

LUCRECIA.-  Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.

CALISTO.-  Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.

MELIBEA.-  Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.

SOSIA.-  ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!

CALISTO.-  Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.

MELIBEA.-  ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

CALISTO.-  Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.

SOSIA.-  ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venís por lana.

CALISTO.-  Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.

MELIBEA.-  ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

TRISTÁN.-  Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.

CALISTO.-  ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

TRISTÁN.-  Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.

SOSIA.-  ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!

LUCRECIA.-  ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

MELIBEA.-  ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mí!

TRISTÁN.-  ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!

MELIBEA.-  ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!

LUCRECIA.-  Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?

TRISTÁN.-  ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies; llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, visítenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga!

MELIBEA.-  ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!

LUCRECIA.-  Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste? Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.

MELIBEA.-  ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!

LUCRECIA.-  ¡Avívate, aviva!, que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.

Acto XX

ARGUMENTO DEL VIGÉSIMO ACTO

Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere. Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. Envía Melibea a su padre  por algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. Envía de sí a Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre. Descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado. En fin déjase caer de la torre abajo.

PLEBERIO.-  ¿Qué quieres, Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?

LUCRECIA.-  Señor, apresúrate mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya, de desfigurada.

PLEBERIO.-  ¡Vamos presto! ¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué dolor y sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste? Mírame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimería al sepulcro. Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mírame.

MELIBEA.-  ¡Ay dolor!

PLEBERIO.-  ¿Qué dolor puede ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oír tu mal. No pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mía, la causa de tu sentimiento!

MELIBEA.-  ¡Pereció mi remedio!



PLEBERIO.-  Hija, mi bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.

MELIBEA.-  Una mortal llaga en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males, menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.

PLEBERIO.-  Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegría, y enemiga de enojo. Levántate de ahí, vamos a ver los frescos aires de la ribera. Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no hay cosa más contraria a tu mal.
MELIBEA.-  Vamos donde mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos. Por ventura aflojará algo mi congoja.

PLEBERIO.-  Subamos, y Lucrecia con nosotros.

MELIBEA.- Mas, si a ti placerá, padre mío, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonía.

PLEBERIO.-  Eso, hija mía, luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.

MELIBEA.-  Lucrecia, amiga mía, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañía de mi padre. Baja a él y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se me olvidó que hablase a mi madre.

LUCRECIA.-  Ya voy, señora.


MELIBEA.-  De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. […] Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.

PLEBERIO.-  Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?


MELIBEA.-  Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y si, como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día cuasi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. Y de la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo. No digan por mí «a muertos y a idos...» Y así contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos días largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.

Acto XXI

ARGUMENTO DEL VIGESIMOPRIMER ACTO

Pleberio, tornado a su cámara con grandísimo llanto, pregúntale Alisa, su mujer, la causa de tan súpito mal. Cuéntale la muerte de su hija Melibea, mostrándole el cuerpo de ella todo hecho pedazos. Y haciendo su planto, concluye.

ALISA.-  ¿Qué es esto, señor Pleberio? ¿Por qué son tus fuertes alaridos? Sin seso estaba adormida del pesar que hube cuando oí decir que sentía dolor nuestra hija. Ahora, oyendo tus gemidos, tus voces tan altas, tus quejas no acostumbradas, tu llanto y congoja de tanto sentimiento, en tal manera penetraron mis entrañas, en tal manera traspasaron mi corazón, así avivaron mis turbados sentidos, que el ya recibido pesar alancé de mí. Un dolor sacó otro, un sentimiento otro. Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué maldices tu honrada vejez? ¿Por qué pides la muerte? ¿Por qué arrancas tus blancos cabellos? ¿Por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún mal de Melibea? Por Dios, que me lo digas, porque si ella pena no quiero yo vivir.

PLEBERIO.-  ¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle, por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré hecha pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes que venís a mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes días me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenías; diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad que no en la flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus cualidades metieron la mano, a diversas cosas por oídas te compararon. Yo por triste experiencia lo contaré como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta ahora callado tus falsas propiedades por no encender con odio tu ira, por que no me secases sin tiempo esta flor, que este día echaste de tu poder. Pues ahora, sin temor, como quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa, como caminante pobre que, sin temor de los crueles salteadores, va cantando en alta voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden. Ahora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti por que no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán cuando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con consuelo el casco. Haces mal a todos, por que ningún triste se halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como yo, tener compañeros en la pena. Pues desconsolado, viejo, ¡qué solo estoy! Yo fui lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor, aunque más en mi fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en siete días, diciendo que su animosidad obró que consolase él al pueblo romano y no el pueblo a él, no me satisface, que otros dos le quedaban dados en adopción. ¿Qué compañía me tendrán en mi dolor aquel Pericles, capitán ateniense, ni el fuerte Jenofón, pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena, y el otro responder al mensajero, que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venía a pedir, que no recibiese él pena, que él no sentía pesar. Que todo esto bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en sentir, y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo, que dijo: «como yo fuese mortal, sabía que había de morir el que yo engendraba». Porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis ojos con la gran fatiga de amor que la aquejaba; el otro matáronle en muy lícita batalla. ¡Oh incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar. Que si el profeta y rey David al hijo que enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era cuasi locura llorar lo irrecuperable, quedábanle otros muchos con que soldase su llaga. Y yo no lloro, triste, a ella muerta, pero la causa desastrada de su morir. Ahora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores que cada día me espavorecían. Sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando entre en tu cámara y retraimiento y la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Ninguno perdió lo que yo el día de hoy, aunque algo conforme parecía la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los atenienses, que a su hijo herido con sus brazos desde la nao echó en la mar. Porque todas éstas son muertes que, si roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero, ¿quién forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza de amor? Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti conociendo tus falacias, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién tendrá en regalos mis años, que caducan? ¡Oh amor, amor!, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos. Herida fue de ti mi juventud, por medio de tus brasas pasé, ¿cómo me soltaste para me dar la paga de la huida en mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me había librado cuando los cuarenta años toqué, cuando fui contento con mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dejas la ropa, lastimas el corazón. Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes. Si los amases, no les darías pena. Si alegres viviesen, no se matarían como ahora mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. No das iguales galardones; inicua es la ley que a todos igual no es. Alegra tu sonido; entristece tu trato. Bienaventurados los que no conociste o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traídos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo. Pónente un arco en la mano con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni ven el desabrido galardón que se saca de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás hace señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas, las cuales son tantas, que de quien comenzar pueda apenas me ocurre, no sólo de cristianos, mas de gentiles y judíos, y todo en pago de buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque tengo harto que contar en mi mal. Del mundo me quejo porque en sí me crió; porque, no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi quejosa y desconsolada postrimería. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?


TRABAJO PARA FINAL DE CURSO: TEXTOS

OS DEJO TRES TEXTOS PARA QUE TRABAJÉIS EL COMENTARIO 1. TEMA 2. RESUMEN 3. TIPO DE TEXTOS Y RASGOS LINGÜÍSTICOS Y ESTILÍSTICOS DEL TE...