En este enlace encontraréis la obra completa en su versión moderna. Los viernes leeremos en clase partes de la obra y la seguiréis en casa. Para el examen entrarán esta selección de actos que os he copiado en esta entrada.
ARGUMENTO DEL PRIMER ACTO DE ESTA COMEDIA
Entrando
Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo
amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para
su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual,
después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya
casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia, la cual, viniendo
Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía a otro consigo,
llamado Crito, al cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando
con Celestina, Calisto está razonando con otro criado suyo, por nombre Pármeno,
el cual razonamiento dura hasta que llega Sempronio y Celestina a casa de
Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina, la cual mucho le dice de los hechos
y conocimiento de su madre, induciéndole a amor y concordia de Sempronio.
CALISTO.- En
esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a
natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta
merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor
manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el
servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo
yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre
como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la
visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh
triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de
caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo
tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio
tienes éste, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto,
en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo
tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual
galardón te daré yo si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh
bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Más desaventuradas
de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco
atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal
hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo?
¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido
en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel
contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
ACTO IV
ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO
Celestina,
andando por el camino, habla consigo misma hasta llegar a la puerta de
Pleberio, donde halló a Lucrecia, criada de Pleberio. Pónese con ella en
razones. Sentidas por Alisa, madre de Melibea, y sabido que es Celestina,
hácela entrar en casa. Viene un mensajero a llamar a Alisa. Vase. Queda
Celestina en casa con Melibea y le descubre la causa de su venida.
ALISA.- Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo
que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se
vendrá en que más nos veamos.
CELESTINA.- Señora, el
perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena
compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que
es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi
fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de
rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo
presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama
que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.
MELIBEA.- ¿Por qué dices,
madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?
CELESTINA.- Desean harto mal
para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el
vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo
viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la
gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus
inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor,
su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel
mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado
ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de
dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer?
Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás
callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que
jamás sentí peor ahíto que de hambre.
MELIBEA.- Bien conozco que
hablas de la feria según te va en ella. Así que otra canción dirán los ricos.
CELESTINA.- Señora hija, a
cada cabo hay tres leguas de mal quebranto. A los ricos se les va la gloria y
descanso por otros albañales de asechanzas que no se parecen ladrillados por
encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios; más segura cosa es
ser menospreciado que temido. Mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene
de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dejar. Mi
amigo no será simulado, y el del rico sí. Yo soy querida por mi persona, el
rico por su hacienda. Nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su
paladar, todos le han envidia. Apenas hallarás un rico que no confiese que le
sería mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen
rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseídos de las
riquezas que no los que las poseen. A muchos trajo la
muerte, a todos quita el placer, y a las buenas costumbres ninguna cosa es más
contraria. ¿No oíste decir «durmieron su sueño los varones de las riquezas y
ninguna cosa hallaron en sus manos»? Cada rico tiene una docena de hijos y
nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le
saque de medio de ellos. No ven la hora que tener a él so la tierra y lo suyo
entre sus manos y darle a poca costa su morada para siempre.
MELIBEA.- Madre, gran pena
tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera?
CELESTINA.- Loco es, señora,
el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la
jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya
posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca
está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni
graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el
verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra
cosa no ama sino lo que perdió.
MELIBEA.- Siquiera por vivir
más, es bueno desear lo que digo.
CELESTINA.- Tan presto, señora,
se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un
año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Así que en esto poca ventaja nos
lleváis.
MELIBEA.- Espantada me
tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en
otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías
cabe el río?
CELESTINA.- Hasta que Dios
quiera.
MELIBEA.- Vieja te has
parado. Bien dicen que los días no van en balde. Así goce de mí, no te
conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra
pareces, muy mudada estás.
LUCRECIA.- ¡Ji, ji, ji!
¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa
la media cara!
MELIBEA.- ¿Qué hablas, loca?
¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?
LUCRECIA.- De cómo no
conocías a la madre.
CELESTINA.- Señora, ten tú
el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leído que
dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecí
temprano y parezco de doblada edad. Que así goce de esta alma pecadora y tú de
ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor.
Mira cómo no soy vieja como me juzgan.
MELIBEA.- Celestina, amiga,
yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus
razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber
comido.
CELESTINA.- ¡Oh angélica
imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar.
¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que
no de solo pan viviremos? Pues así es, que no el solo comer mantiene,
mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encomiendas
ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre,
querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mí. Pues, si tú me das
licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta
ahora has oído, y tal, que todos perderíamos en me tornar en balde sin que la
sepas.
MELIBEA.- Di, madre, todas
tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por
el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos.
CELESTINA.- ¿Mías, señora?
Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso
sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo.
Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un
cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenía yo cuidado de lo
buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacío.
Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor
de la madre, tras cada sopa. Ahora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo mal
pecado me lo traen, que no caben dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir
por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna. Mas no muera
yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro,
que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen, «pan y vino anda
camino, que no mozo garrido». Así que, donde no hay varón, todo bien fallece.
Con mal está el huso cuando la barba no anda de suso. Ha venido esto, señora,
por lo que decía de las ajenas necesidades y no mías.
MELIBEA.- Pide lo que
querrás, sea para quien fuere.
CELESTINA.- Doncella
graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo
de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir.
Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida
que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha
devoción tiene en tu gentileza.
MELIBEA.- Vieja honrada, no
te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y
provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabría volver
respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy
dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque
hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando
es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo,
le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.
CELESTINA.- El temor perdí
mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos
gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones,
sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión,
ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos,
nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí
solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay
algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera
doncella. El perro, con todo su ímpetu y braveza, cuando viene a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto de
piedad. Pues, ¿las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame
las gallinas a comer de ello. El pelícano rompe el pecho por dar a sus hijos a
comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres
viejos en el nido, cuanto ellos le dieron cebo siendo pollitos. Pues tal
conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos
de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a
los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades y
tales que, donde está la melecina, salió la causa de la enfermedad?
MELIBEA.- Por Dios, sin más
dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que
su pasión y remedio salen de una misma fuente.
CELESTINA.- Bien tendrás,
señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara
sangre, que llaman Calisto.
MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena
vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has
hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte
para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué
siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te
parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas?
No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la
lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad,
causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante,
que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo
merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi
honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera,
malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.
CELESTINA.- ¡En hora mala
acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce,
hermano, que se va todo a perder!
MELIBEA.- ¿Aun hablas entre
dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías
condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a
él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y
destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como
tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje?
Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino
estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora,
¿cómo osaste tanto hacer?
CELESTINA.- Tu temor,
señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me
turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón
ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará
culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos
deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si
pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar
de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a
hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.
MELIBEA.- ¡Jesú! No oiga yo
mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña,
figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Éste es el que
el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del
galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él
el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro,
quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avísale que se
aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado
tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree
serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los
otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra
no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber
misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me
habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te
conocía.
CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba
Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.
MELIBEA.- ¿Qué dices,
enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi
enojo y excusar tu yerro y osadía?
CELESTINA.- Mientras viviere
tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que
la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.
MELIBEA.- ¿Poca calor? Poca
la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran
atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien
me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo
pasado.
CELESTINA.- Una oración,
señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas.
Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en
Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi
venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su
dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud
me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes
que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para
siempre.
MELIBEA.- Si eso querías,
¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?
CELESTINA.- Señora, porque
mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera,
no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la
verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor,
confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de
la causa. Y pues conoces, señora, que el dolor turba, la turbación desmanda y
altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios
que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no
tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más
delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los
flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que
dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás
condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es,
señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su
merecimiento, no tendría en mucho que fuese él el delincuente y yo la
condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo
y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros,
aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la
firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio
trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que
algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.
MELIBEA.- No me maravillo,
que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo.
Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si
crea que pedías oración.
CELESTINA.- Nunca yo la
rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil
tormentos me diesen.
MELIBEA.- Mi pasada
alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni
tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.
CELESTINA.- Eres mi señora.
Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será
víspera de una saya.
MELIBEA.- Bien lo has
merecido.
CELESTINA.- Si no la he
ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.
MELIBEA.- Tanto afirmas tu
ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa
disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de
ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado
sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas
era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se
atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía
sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo
pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es
obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.
CELESTINA.- ¡Y tal enfermo,
señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y
mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en
franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre,
jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues
verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules
tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había
menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que
no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura
cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una
sola muela que jamás cesa de quejar.
MELIBEA.- ¿Y qué tanto
tiempo ha?
CELESTINA.- Podrá ser,
señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó
a los pies de su madre.
MELIBEA.- Ni te pregunto eso
ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.
CELESTINA.- Señora, ocho
días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es
tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que
fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la
partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo
sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso
canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien
se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no
alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará
dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no
alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí
de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi
propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.
MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa
con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis
padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de
culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento,
quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la
oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana
por ella muy secretamente.
LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida
es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá
dar que lo dicho.
MELIBEA.- ¿Qué dices,
Lucrecia?
LUCRECIA.- Señora, que baste
lo dicho, que es tarde.
MELIBEA.- Pues, madre, no le
des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o
arrebatada o deshonesta.
LUCRECIA.- No miento yo, que
mal va este hecho.
CELESTINA.- Mucho me
maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que
todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como
suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que
se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y
que lo tengo de hallar aliviado.
MELIBEA.- Más haré por tu
doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.
CELESTINA.- Más será
menester y más harás, y aunque no se te agradezca.
MELIBEA.- ¿Qué dices, madre,
de agradecer?
CELESTINA.- Digo, señora,
que todos lo agradecemos y serviremos, y todos quedamos
obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.
LUCRECIA.- ¡Trastócame esas
palabras!
CELESTINA.- ¡Hija Lucrecia!
¡Ce! Irás a casa y darte he una lejía con que pares esos cabellos más que el
oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor
de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino
yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.
LUCRECIA.- Oh, Dios te dé
buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.
CELESTINA.- Pues, ¿por qué
murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa
de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha
estado. Déjame ir en paz.
MELIBEA.- ¿Qué le dices,
madre?
CELESTINA.- Señora, acá nos
entendemos.
MELIBEA.- Dímelo, que me
enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.
CELESTINA.- Señora, que te
acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mí a tener
mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado
es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenías
ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran
las que tú pensabas, en sí no eran malas, que cada día hay hombres penados por
mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola
Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y así quedaba mi demanda, comoquiera que fuese,
en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de
éstas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que
habla.
MELIBEA.- En todo has tenido
buen tiento, así en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.
CELESTINA.- Señora, sufriste
con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es
sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese
gastado.
MELIBEA.- En cargo te es ese
caballero.
CELESTINA.- Señora, más
merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he
dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.
MELIBEA.- Mientras más aína
la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu
mensaje me ha traído provecho ni de tu ida me puede venir daño.
ACTO VI
ARGUMENTO DEL SEXTO ACTO
Entrada
Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de
lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno,
oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un
mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo
lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa
y con ella Pármeno.
CALISTO.- ¿Qué dices, señora y madre mía?
CELESTINA.- ¡Oh mi señor
Calisto! ¿Y aquí estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con
mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero
por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que
en tornarlo a pensar se me menguan y vacían todas las venas de mi cuerpo de
sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora daría este manto raído y
viejo.
PÁRMENO.- Tú dirás lo tuyo.
Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la
saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja.
Tú me sacarás a mí verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio,
y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible.
SEMPRONIO.- Calla, hombre
desesperado, que te matará Calisto si te oye.
CALISTO.- ¡Madre mía, o
abrevia tu razón o toma esta espada y mátame!
PÁRMENO.- Temblando está el
diablo como azogado. No se puede tener en sus pies, su lengua le querría
prestar para que hablase presto. No es mucha su vida, luto habremos de medrar
de estos amores.
CELESTINA.- ¿Espada, señor,
o qué? ¡Espada mala mate a tus enemigos y a quien mal te quiere!, que yo la
vida te quiero dar con buena esperanza que traigo de aquella que tú amas.
CALISTO.- ¿Buena esperanza,
señora?
CELESTINA.- Buena se puede
decir, pues queda abierta puerta para mi tornada y antes me recibirá a mí con
esta saya rota que a otra con seda y brocado.
PÁRMENO.- Sempronio, cóseme
esta boca, que no lo puedo sufrir. ¡Encajado ha la saya!
SEMPRONIO.- ¿Callarás, por
Dios, o te echaré de aquí con el diablo? Que si anda rodeando su vestido, hace
bien, pues tiene de ello necesidad, que el abad, de do canta, de allí viste.
PÁRMENO.- Y aun viste como
canta. Y esta puta vieja querría en un día, por tres pasos, desechar todo el
pelo malo cuanto cincuenta años no ha podido medrar.
SEMPRONIO.- ¿Todo eso es lo
que te castigó, y el conocimiento que os teníais y lo
que te crió?
PÁRMENO.- Bien sufriré yo
más que pida y pele, pero no todo para su provecho.
SEMPRONIO.- No tiene otra
tacha sino ser codiciosa, pero dejarla barde sus paredes, que después bardará
las nuestras o en mal punto nos conoció.
CALISTO.- Dime, por Dios,
señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Qué tenía vestido? ¿A qué parte de casa
estaba? ¿Qué cara te mostró al principio?
CELESTINA.- Aquella cara,
señor, que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas
flechas en el coso, la que los monteses puercos contra los sabuesos que mucho
los aquejan.
CALISTO.- ¿Y a ésas llamas
señales de salud? Pues, ¿cuáles serían mortales? No por cierto la misma muerte,
que aquélla alivio sería en tal caso de este mi tormento, que es mayor y duele
más.
SEMPRONIO.- ¿Éstos son los
fuegos pasados de mi amo? ¿Qué es esto? ¿No tendría este hombre sufrimiento
para oír lo que siempre ha deseado?
PÁRMENO.- ¿Y que calle yo,
Sempronio? Pues si nuestro amo te oye, tan bien te castigará a ti como a mí.
SEMPRONIO.- ¡Oh mal fuego te
abrase! Que tú hablas en daño de todos y yo a ninguno ofendo. ¡Oh intolerable
pestilencia y mortal te consuma, rijoso, envidioso, maldito! ¿Toda ésta es la
amistad que con Celestina y conmigo habías concertado? ¡Vete de aquí a la mala
ventura!
CALISTO.- Si no quieres,
reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena
oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda
gloriosa y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador, pues
todo eso más es señal de odio que de amor.
CELESTINA.- La mayor gloria
que al secreto oficio del abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es
que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta
manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de Melibea. Todo su
rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en
sosiego. Pues, ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú,
demás de su merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña,
a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los
golpes, los desvíos, los menosprecios, desdenes, que muestran aquéllas en los
principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su
dádiva? Que, a quien más quieren, peor hablan. Y si así no fuese, ninguna
diferencia habría entre las públicas que aman a las escondidas doncellas. Si
todas dijesen «sí» a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de
alguno eran amadas, las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos
fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío exterior, un sosegado vulto,
un aplacible desvío, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agras
que la propia lengua se maravilla del gran sufrimiento suyo, que la hace forzosamente
confesar el contrario de lo que siente. Así que para que tú descanses y tengas
reposo mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que
tuve para entrar, sabe que el fin de tu razón fue muy bueno.
CALISTO.- Ahora, señora, que
me has dado seguro para que ose esperar todos los
rigores de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré
atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las
venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría.
Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he
sabido en suma.
CELESTINA.- Subamos, señor.
PÁRMENO.- ¡Oh Santa María, y
qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer
con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado
apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente
quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti
vamos.
CALISTO.- Mira, señora, qué
hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu
gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se
santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar
tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue.
CELESTINA.- Vender un poco
de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha
placido, en este mundo y algunas mayores.
CALISTO.- Eso será de
cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción,
no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.
PÁRMENO.- Ya escurre
eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de
doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está
desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.
SEMPRONIO.- ¡Oh maldiciente
venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan,
hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores
estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar con gana.
CELESTINA.- Oye, señor
Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a
vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que
fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse,
dejó en su lugar a Melibea para...
CALISTO.- ¡Oh gozo sin par!
¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo
de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas
gracias puso!
CELESTINA.- ¿Debajo de mi
manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene,
si Dios no le mejora.
PÁRMENO.- Sálgome fuera,
Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no
midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea y
contemplase en su gesto y considerase cómo estaría aviniendo el hilado, todo el
sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más
saludables que estos engaños de Celestina.
CALISTO.- ¿Qué es esto,
mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como
soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di,
señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola?
CELESTINA.- Recibí, señor,
tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el
rostro.
CALISTO.- Ahora la recibo
yo; cuánto más quien ante sí contemplaba tal imagen. Enmudecerías con la
novedad incogitada.
CELESTINA.- Antes me dio más
osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi
embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo,
para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada
del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por
necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando
tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien
cosa de grande espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase
delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería,
agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda,
malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a
los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil
milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos,
a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu
nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se
despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas
partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada,
encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo
me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto
que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos
estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.
CALISTO.- Eso me di, señora
madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado
disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni
colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho
saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú
pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella Tusca
Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres días antes su fin
prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenía. Ya creo lo que
se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas
cautelas que el de los varones.
CELESTINA.- ¿Qué, señor?
Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una
oración que ella sabía, muy devota, para ellas.
CALISTO.- ¡Oh maravillosa
astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina
presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta
manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad
alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a
su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la
engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy
por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no
hubiere efecto, cual querría, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud.
¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el
mundo?
CELESTINA.- Señor, no atajes
mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal
hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro.
CALISTO.- ¿Qué, qué? Sí, que
hachas y pajes hay que te acompañen.
PÁRMENO.- ¡Sí, sí, por que
no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos
que cantan con lo escuro!
CALISTO.- ¿Dices algo, hijo
Pármeno?
PÁRMENO.- Señor, que yo y
Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro.
CALISTO.- Bien dicho es.
Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la
demanda de la oración.
CELESTINA.- Que la daría de
su grado.
CALISTO.- ¿De su grado?
¡Dios mío, qué alto don!
CELESTINA.- Pues más le
pedí.
CALISTO.- ¿Qué, mi vieja
honrada?
CELESTINA.- ¡Un cordón que
ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque había
tocado muchas reliquias!
CALISTO.- Pues, ¿qué dijo?
CELESTINA.- ¡Dame albricias!
Decírtelo he.
CALISTO.- ¡Oh!, por Dios,
toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo; o pide lo que quieras.
CELESTINA.- Por un manto que
des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traía.
CALISTO.- ¿Qué dices de
manto? Manto y saya y cuanto yo tengo.
CELESTINA.- Manto he
menester y éste tendré yo en harto. No te alargues más, no pongas sospechosa
duda en mi pedir, que dicen que ofrecer mucho al que poco pide es especie de
negar.
CALISTO.- ¡Corre, Pármeno!,
llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray que se
sacó para frisado.
PÁRMENO.- ¡Así, así, a la
vieja todo por que venga cargada de mentiras como abeja, y a mí que me
arrastren! Tras esto anda ella hoy todo el día con sus rodeos.
CALISTO.- ¡De qué gana va el
diablo! No hay cierto tan mal servido hombre como yo, manteniendo mozos
adivinos, rezongadores, enemigos de mi bien. ¿Qué vas, bellaco, rezando?
Envidioso, ¿qué dices, que no te entiendo? Ve donde te mando presto y no me
enojes, que harto basta mi pena para me acabar, que también habrá para ti sayo
en aquella pieza.
PÁRMENO.- No digo, señor,
otra cosa, sino que es tarde para que venga el sastre.
CALISTO.- ¿No digo yo que
adivinas? Pues quédese para mañana. Y tú, señora, por amor mío te sufras, que
no se pierde lo que se dilata. Y mándame mostrar aquel santo cordón que tales
miembros fue digno de ceñir. ¡Gozarán mis ojos con todos los otros sentidos,
pues juntos han sido apasionados! ¡Gozará mi lastimado corazón, aquel que nunca
recibió momento de placer después que aquella señora conoció! Todos los
sentidos le llagaron, todos acorrieron a él con sus esportillas de trabajo.
Cada uno le lastimó cuanto más pudo: los ojos en verla,
los oídos en oírla, las manos en tocarla.
CELESTINA.- ¿Que la has
tocado dices? Mucho me espantas.
CALISTO.- Entre sueños,
digo.
CELESTINA.- ¿Entre sueños?
CALISTO.- En sueños la veo
tantas noches que temo me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veía
envuelto en el manto de su amiga y otro día matáronle, y no hubo quien le
alzase de la calle ni cubriese, sino ella con su manto. Pero en vida o en
muerte, alegre me sería vestir su vestidura.
CELESTINA.- Asaz tienes pena,
pues cuando los otros reposan en sus camas, preparas tú el trabajo para sufrir
otro día. Esfuérzate, señor, que no hizo Dios a quien desamparase. Da espacio a
tu deseo, toma este cordón, que si yo no me muero, yo te daré a su ama.
CALISTO.- ¡Oh nuevo huésped!
¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento tuviste de ceñir
aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros
enlazasteis mis deseos! ¡Decidme si os hallasteis presentes en la desconsolada
respuesta de aquella a quien vosotros servís y yo adoro y, por más que trabajo
noches y días, no me vale ni aprovecha!
CELESTINA.- Refrán viejo es,
«quien menos procura, alcanza más bien». Pero yo te haré procurando conseguir
lo que siendo negligente no habrías. Consuélate, señor, que en una hora no se
ganó Zamora, pero no por eso desconfiaron los combatientes.
CALISTO.- ¡Oh desdichado!,
que las ciudades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen;
pero esta mi señora tiene el corazón de acero. No hay metal que con él pueda,
no hay tiro que lo melle. Pues poned escalas en su muro, unos ojos tiene con
que echa saetas, una lengua de reproches y desvíos, el asiento tiene en parte
que a media legua no le pueden poner cerco.
CELESTINA.- ¡Calla, señor,
que el buen atrevimiento de un solo hombre ganó a Troya! No desconfíes, que una
mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa; no sabes bien lo que yo
puedo.
CALISTO.- Cuanto dijeres,
señora, te quiero creer, pues tal joya como ésta me trajiste. ¡Oh mi gloria y
ceñidero de aquella angélica cintura! Yo te veo y no lo creo. ¡Oh cordón,
cordón! ¿Fuísteme tú enemigo? Di lo cierto. Si lo fuiste, yo te perdono, que de
los buenos es propio las culpas perdonar. No lo creo, que, si fueras contrario,
no vinieras tan presto a mi poder, salvo si vienes a disculparte. Conjúrote me
respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene.
CELESTINA.- Cesa ya, señor,
ese devanear, que me tienes cansada de escucharte y al cordón roto de tratarlo.
CALISTO.- ¡Oh mezquino de
mí!, que asaz bien me fuera del cielo otorgado que de mis brazos fueras hecho y
tejido, y no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear y ceñir
con debida reverencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria,
siempre tienes abrazados. ¡Oh qué secretos habrás visto de aquella excelente
imagen!
CELESTINA.- ¡Más verás tú y
con más sentido, si no lo pierdes hablando lo que hablas!
CALISTO.- Calla, señora, que
él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos!, acordaos cómo fuisteis causa y puerta
por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la
causa. Acordaos que sois deudores de la salud.
Remirad la melecina que os viene hasta casa.
SEMPRONIO.- Señor, por
holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea.
CALISTO.- ¡Qué loco
desvariado, atajasolaces! ¿Cómo es eso?
SEMPRONIO.- Que mucho
hablando matas a ti y a los que te oyen. Y así que perderás la vida o el seso.
Cualquier que falte basta para quedarte a oscuras. Abrevia tus razones; darás
lugar a las de Celestina.
CALISTO.- ¿Enójote, madre,
con mi luenga razón, o está borracho este mozo?
CELESTINA.- Aunque no lo
esté, debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al
cordón como cordón, porque sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea
te veas. No haga tu lengua iguales la persona y el vestido.
CALISTO.- ¡Oh mi señora, mi
madre, mi consoladora, déjame gozar en este mensajero de mi gloria! ¡Oh lengua
mía!, ¿por qué te impides en otras razones, dejando de adorar presente la
excelencia de quien por ventura jamás verás en tu poder? ¡Oh mis manos, con qué
atrevimiento, con cuán poco acatamiento tenéis y tratáis la triaca de mi llaga!
Ya no podrán empecer las hierbas que aquel crudo casquillo traía envueltas en
su aguda punta. Seguro soy, pues quien dio la herida la cura. ¡Oh tú, señora,
alegría de las viejas mujeres, gozo de las mozas, descanso de los fatigados
como yo, no me hagas más penado con tu temor, que me hace mi vergüenza! Suelta
la rienda a mi contemplación, déjame salir por las calles con esta joya, por
que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo.
SEMPRONIO.- No afistoles tu
llaga cargándola de más deseo. No es, señor, el solo cordón del que pende tu
remedio.
CALISTO.- Bien lo conozco,
pero no tengo sufrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa.
CELESTINA.- ¿Empresa?
Aquélla es empresa que de grado es dada, pero ya sabes que lo hizo por amor de
Dios para guarecer tus muelas, no por el tuyo para cerrar tus llagas. Pero, si
yo vivo, ella volverá la hoja.
CELESTINA.- No se me dio por
ahora.
CALISTO.- ¿Qué fue la causa?
CELESTINA.- La brevedad del
tiempo, pero quedó que si tu pena no aflojase, que tornase mañana por ella.
CALISTO.- ¿Aflojar? Entonces
aflojará mi pena cuando su crueldad.
CELESTINA.- Asaz, señor,
basta lo dicho y hecho. Obligada queda, según lo que mostró, a todo lo que para
esta enfermedad yo quisiere pedir, según su poder. Mira, señor, si esto basta
para la primera vista. Yo me voy. Cumple, señor, que si salieres mañana, lleves
rebozado un paño, porque si de ella fueres visto, no acuse de falsa mi
petición.
CALISTO.- Y aun cuatro por
tu servicio. Pero, dime, por Dios, ¿pasó más?, que muero por oír palabras de
aquella dulce boca. ¿Cómo fuiste tan osada que sin la conocer te mostraste tan
familiar en tu entrada y demanda?
CELESTINA.- ¿Sin la conocer?
Cuatro años fueron mis vecinas. Trataba con ellas, hablaba y reía de día y de
noche. Mejor me conoce su madre que a sus mismas manos; aunque Melibea se ha
hecho grande mujer, discreta, gentil.
PÁRMENO.- ¡Ea, mira,
Sempronio, qué te digo al oído!
SEMPRONIO.- Dime, ¿qué
dices?
PÁRMENO.- Aquel atento
escuchar de Celestina da materia de alargar en su razón a nuestro amo. Llégate
a ella, dale del pie, hagámosle de señas que no espere más, sino que se vaya,
que no hay tan loco hombre nacido que solo mucho hable.
CALISTO.- ¿Gentil dices,
señora, que es Melibea? Parece que lo dices burlando. ¿Hay nacida su par en el
mundo? ¿Crió Dios otro mejor cuerpo? ¿Puédense pintar tales facciones, dechado
de hermosura? Si hoy fuera viva Helena, por quien tanta muerte hubo de griegos
y troyanos, o la hermosa Policena, todas obedecerían a esta señora por quien yo
peno. Si ella se hallara presente en aquel debate de la manzana con las tres
diosas, nunca sobrenombre de discordia le pusieran, porque sin contrariar
ninguna, todas concedieran y vinieran conformes en que la llevara Melibea. Así
se llamara manzana de concordia. Pues cuantas hoy son nacidas, que de ella
tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios porque no se acordó de ellas
cuando a ésta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia,
danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la
perfección que sin trabajo dotó a ella natura. De ellas, pelan sus cejas con
tenacicas y pegones y a cordelejos; de ellas, buscan las doradas hierbas,
raíces, ramas y flores para hacer lejías con que sus cabellos semejasen a los
de ella. Las caras martillando, envistiéndolas en diversos matices con
ungüentos y unturas, aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por
evitar prolijidad no las cuento. Pues la que todo esto halló hecho, mira si
merece de un triste hombre como yo ser servida...
CELESTINA.- Bien te
entiendo, Sempronio. Déjale, que él caerá de su asno y acabará.
CALISTO.- ... en la que toda
la natura se remiró por la hacer perfecta, que las gracias que en todas
repartió las juntó en ella. Allí hicieron alarde cuanto más acabadas pudieron
allegarse, por que conociesen los que la viesen cuánta era la grandeza de su
pintor. Sola una poca de agua clara con un ebúrneo peine basta para exceder a
las nacidas en gentileza. Éstas son sus armas, con éstas mata y vence, con
éstas me cautivó, con éstas me tiene ligado y puesto en dura cadena.
CELESTINA.- Calla y no te
fatigues, que más aguda es la lima que yo tengo que fuerte esa cadena que te
atormenta. Yo la cortaré con ella por que tú quedes suelto. Por ende, dame
licencia, que es muy tarde, y déjame llevar el cordón, porque, como sabes,
tengo de él necesidad.
CALISTO.- ¡Oh desconsolado
de mí! La fortuna adversa me sigue junta, que contigo o con el cordón o con
entrambos quisiera yo estar acompañado esta noche luenga y oscura. Pero, pues
no hay bien cumplido en esta penosa vida, venga entera la soledad. ¡Mozos,
mozos!
CALISTO.- Acompaña a esta
señora hasta su casa y vaya con ella tanto placer y alegría cuanta conmigo
queda tristeza y soledad.
CELESTINA.- Quede, señor, Dios
contigo. Mañana será mi vuelta, donde mi manto y la respuesta vendrán a un
punto, pues hoy no hubo tiempo. Y súfrete, señor, y piensa en otras cosas.
CALISTO.- Eso no, que es herejía olvidar aquella por quien la vida me
aplace.
ACTO XII
ARGUMENTO DEL DUODÉCIMO ACTO
Llegando
la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, van para casa de
Melibea. Lucrecia y Melibea están cabe la puerta, aguardando a Calisto. Viene
Calisto. Háblale primero Lucrecia. Llama a Melibea. Apártase Lucrecia. Háblanse
por entre las puertas Melibea y Calisto. Pármeno y Sempronio en su cabo
departen. Oyen gentes por la calle. Apercíbense para huir. Despídese Calisto de
Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio, al
son del ruido que había en la calle, despierta. Llama a su mujer, Alisa.
Preguntan a Melibea quién da patadas en su cámara. Responde Melibea a su padre
fingiendo que tenía sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando.
Échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte
de la ganancia. Disimula Celestina. Vienen a reñir. Échanle mano a Celestina;
mátanla. Da voces Elicia. Viene la justicia y prende a ambos.
PÁRMENO.- ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a
dormir o a la cocina a almorzar?
SEMPRONIO.- Ve tú donde
quisieres, que, antes que venga el día, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi
parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que
fabrique alguna ruindad con que nos excluya.
PÁRMENO.- Bien dices.
Olvidádolo había. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera
que le pese, que sobre dinero no hay amistad.
SEMPRONIO.- ¡Ce, ce, calla!,
que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.
CELESTINA.- ¿Quién llama?
SEMPRONIO.- Abre, que son
tus hijos.
CELESTINA.- No tengo yo
hijos que anden a tal hora.
SEMPRONIO.- Ábrenos a
Pármeno y Sempronio, que nos venimos acá almorzar contigo.
CELESTINA.- ¡Oh locos
traviesos! Entrad, entrad. ¿Cómo venís a tal hora, que ya amanece? ¿Qué habéis
hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Despidiose la esperanza de Calisto o vive todavía con ella, o cómo queda?
SEMPRONIO.- ¿Cómo, madre? Si
por nosotros no fuera ya anduviera su alma buscando posada para siempre. Que,
si estimarse pudiese a lo que de allí nos queda obligado, no sería su hacienda
bastante a cumplir la deuda, si verdad es lo que dicen que la vida y persona es
más digna y de más valor que otra cosa ninguna.
CELESTINA.- ¡Jesú! ¿Que en
tanta afrenta os habéis visto? Cuéntamelo, por Dios.
SEMPRONIO.- Mira qué tanta
que, por mi vida, la sangre me hierve en el cuerpo en tornarlo a pensar.
CELESTINA.- Reposa, por
Dios, y dímelo.
PÁRMENO.- Cosa larga le
pides, según venimos alterados y cansados del enojo que habemos habido. Harías
mejor en aparejarnos a él y a mí de almorzar; quizá nos amansaría algo la
alteración que traemos. Que cierto te digo que no querría ya topar hombre que
paz quisiese. Mi gloria sería ahora hallar en quién vengar la ira que no pude
en los que nos la causaron, por su mucho huir.
CELESTINA.- ¡Landre me mate
si no me espanto en verte tan fiero! Creo que burlas. Dímelo ahora, Sempronio,
tú, por mi vida: ¿qué os ha pasado?
SEMPRONIO.- Por Dios, sin
seso vengo, desesperado; aunque para contigo por demás es no templar la ira y
todo enojo, y mostrar otro semblante que con los hombres. Jamás me mostré poder
mucho con los que poco pueden. Traigo, señora, todas las armas despedazadas, el
broquel sin aro, la espada como sierra, el casquete abollado en la capilla. Que
no tengo con que salir un paso con mi amo cuando menester me haya, que quedó
concertado de ir esta noche que viene a verse por el huerto. Pues, ¿comprarlo
de nuevo? ¡No mandó un maravedí en que caiga muerto!
CELESTINA.- Pídelo, hijo, a
tu amo, pues en su servicio se gastó y quebró. Pues sabes que es persona que
luego lo cumplirá, que no es de los que dicen «vive conmigo y busca quien te
mantenga». Él es tan franco que te dará para eso y para más.
SEMPRONIO.- ¡Ja! Trae
también Pármeno perdidas las suyas; a este cuento en armas se le irá su
hacienda. ¿Cómo quieres que le sea tan importuno en pedirle más de lo que él de
su propio grado hace, pues es harto? No digan por mí que, dándome un palmo,
pido cuatro. Dionos las cien monedas, dionos después la cadena. A tres tales aguijones
no tendrá cera en el oído. Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo
razonable, no lo perdamos todo por querer más de la razón, que quien mucho
abarca poco suele apretar.
CELESTINA.- ¡Gracioso es el
asno! Por mi vejez, que, si sobre comer fuera, que dijera que habíamos todos
cargado demasiado. ¿Estás en tu seso, Sempronio? ¿Qué tiene que hacer tu
galardón con mi salario, tu soldada con mis mercedes? ¿Soy yo obligada a soldar
vuestras armas, a cumplir vuestras faltas? A osadas, que me maten si no te has
asido a una palabrilla que te dije el otro día viniendo por la calle, que
cuanto yo tenía era tuyo y que, en cuanto pudiese con mis pocas fuerzas, jamás
te faltaría. Y que, si Dios me diese buena manderecha con tu amo, que tú no
perderías nada. Pues ya sabes, Sempronio, que estos ofrecimientos, estas
palabras de buen amor, no obligan. No ha de ser oro cuanto reluce, si no, más
barato valdría. Dime, ¿estoy en tu corazón, Sempronio? Verás, si aunque soy
vieja, si acierto lo que tú puedes pensar. Tengo, hijo, en buena fe, más pesar,
que se me quiere salir esta alma de enojo. Di a esta loca de Elicia, como vine
de tu casa, la cadenilla que traje para que se holgase con ella, y no se puede
acordar dónde la puso, que en toda esta noche ella ni yo no habemos dormido
sueño de pesar. No por su valor de la cadena, que no era mucho, pero por su mal
cobro de ella y de mi mala dicha. Entraron unos conocidos y familiares míos en
aquella sazón aquí. Temo no la hayan llevado diciendo «si te vi, burleme, etc.».
Así que, hijos, ahora que quiero hablar con entrambos, si algo vuestro amo a mí
me dio, debéis mirar que es mío; que de tu jubón de brocado no te pedí yo parte
ni la quiero. Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merecen. Que
si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más
herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros. Más materiales he
gastado, pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, aun mi saber,
que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de
Pármeno, Dios haya su alma. Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto
tengo yo por oficio y trabajo; vosotros, por recreación y deleite. Pues así, no
habéis vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. Pero, aun
con todo lo que he dicho, no os despidáis, si mi cadena parece, de sendos pares
de calzas de grana, que es el hábito que mejor en los mancebos parece. Y si no,
recibid la voluntad, que yo me callaré con mi pérdida. Y todo esto de buen amor,
porque holgasteis que hubiese yo antes el provecho de estos pasos que no otra.
Y si no os contentarais, de vuestro daño haréis.
SEMPRONIO.- No es ésta la
primera vez que yo he dicho cuánto en los viejos reina este vicio de codicia.
Cuando pobre, franca; cuando rica, avarienta. Así que adquiriendo crece la
codicia y la pobreza codiciando, y ninguna cosa hace pobre al avariento sino la
riqueza. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! ¿Quién la oyó
esta vieja decir que me llevase yo todo el provecho, si quisiese, de este
negocio, pensando que sería poco? Ahora que lo ve crecido no quiere dar nada,
por cumplir el refrán de los niños, que dicen «de lo poco, poco; de lo mucho,
nada».
PÁRMENO.- Dete lo que
prometió o tomémosselo todo. Harto te decía yo quién era esta vieja, si tú me
creyeras.
CELESTINA.- Si mucho enojo
traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mí, que bien
sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la
necesidad que tenéis de lo que pedís, ni aun por la mucha codicia que lo
tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos
con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de
dinero, ponéisme estos temores de la partición. Pues
callad, que quien éstas os supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más
conocimiento, y más razón, y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo
que se promete en este caso, dígalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de
contar cómo nos pasó cuando a la otra dolía la madre!
SEMPRONIO.- Yo dígole que se
vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a
nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate
conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta
de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A
los otros, a los otros con esos halagos, vieja!
CELESTINA.- ¿Quién soy yo,
Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas,
que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como
cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco;
de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es
el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay
para todos y a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros
muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que
soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos
acaecieron a mí y a la desdichada de tu madre. Aun así me trataba ella cuando
Dios quería.
PÁRMENO.- ¡No me hinches las
narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te
puedas quejar!
CELESTINA.- ¡Elicia, Elicia,
levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios,
para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué
quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros
manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá,
allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad
vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a los
menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes
magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con
mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí creído,
jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de pajas;
pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis
mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la posada,
no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».
SEMPRONIO.- ¡Oh vieja
avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de
lo ganado?
CELESTINA.- ¿Qué tercia
parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad.
No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto
y vuestras.
SEMPRONIO.- Da voces o
gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.
ELICIA.- Mete, por Dios, el
espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.
CELESTINA.- ¡Justicia,
justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.- ¿Rufianes o qué?
Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.
CELESTINA.- ¡Ay, que me ha
muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!
PÁRMENO.- Dale, dale.
Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los
menos.
ELICIA.- ¡Oh crueles
enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¿Y para quién tuvisteis manos? Muerta es mi
madre y mi bien todo.
SEMPRONIO.- ¡Huye, huye,
Pármeno, que carga mucha gente! ¡Guarte, guarte, que viene el alguacil!
PÁRMENO.- ¡Oh pecador de mí,
que no hay por dó nos vamos, que está tomada la puerta!
SEMPRONIO.- ¡Saltemos de
estas ventanas; no muramos en poder de justicia!
PÁRMENO.- ¡Salta, que yo
tras ti voy!
ACTO XIV
ARGUMENTO DEL DECIMOCUARTO ACTO
Está
Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el
cual le había hecho voto de venir en aquella noche a visitarla, lo cual
cumplió, y con él vinieron Sosia y Tristán. Y después que cumplió su voluntad,
volvieron todos a la posada. Y Calisto se retrae en su palacio y quéjase por
haber estado tan poca cuantidad de tiempo con Melibea. Y ruega a Febo que cierre
sus rayos, para haber de restaurar su deseo.
SOSIA.- Arrima esa escalera, Tristán, que éste es el
mejor lugar, aunque alto.
TRISTÁN.- Sube, señor. Yo
iré contigo, porque no sabemos quién está dentro. Hablando están.
CALISTO.- Quedaos, locos,
que yo entraré solo, que a mi señora oigo.
MELIBEA.- Es tu sierva, es
tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima. ¡Oh mi señor!, no saltes
de tan alto, que me moriré en verlo; baja, baja poco a poco por el escala; no
vengas con tanta presura.
CALISTO.- ¡Oh angélica
imagen! ¡Oh preciosa perla ante quien el mundo es feo! ¡Oh mi señora y mi
gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación
de placer que me hace no sentir todo el gozo que poseo.
MELIBEA.- Señor mío, pues me fié
en tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser
piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia. No quieras perderme por tan
breve deleite y en tan poco espacio, que las mal hechas cosas, después de
cometidas, más presto se pueden reprehender que enmendar. Goza de lo que yo
gozo, que es ver y llegar a tu persona; no pidas ni tomes aquello que, tomado,
no será en tu mano volver. Guarte, señor, de dañar lo que con todos tesoros del
mundo no se restaura.
CALISTO.- Señora, pues por
conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿qué sería, cuando me la diesen,
desecharla? Ni tú, señora, me lo mandaras, ni yo lo podría acabar conmigo. No
me pidas tal cobardía. No es hacer tal cosa de ninguno que hombre sea,
mayormente amando como yo. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no
quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?
MELIBEA.- Por mi vida, que
aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden. Está
quedo, señor mío. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que
es propio fruto de amadores; no me quieras robar el mayor don que la natura me
ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado,
pero no destruirlo y estragarlo.
CALISTO.- ¿Para qué, señora?
¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego
de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de
tocar tu ropa con su indignidad y poco merecer. Ahora gozan de llegar a tu
gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.
MELIBEA.- Apártate allá,
Lucrecia.
CALISTO.- ¿Por qué, mi
señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.
MELIBEA.- Yo no los quiero
de mi yerro. Si pensara que tan desmesuradamente te habías de haber conmigo, no
fiara mi persona de tu cruel conversación.
SOSIA.- Tristán, bien oyes
lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio?
TRISTÁN.- Oigo tanto que
juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació, y por mi vida que,
aunque soy muchacho, que diese tan buena cuenta como mi amo.
SOSIA.- Para con tal joya
quienquiera se tendría manos, pero con su pan se la coma, que bien caro le
cuesta: dos mozos entraron en la salsa de estos amores.
TRISTÁN.- Ya los tiene
olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a ruines, haced locuras en confianza de su
defensión! Viviendo con el Conde que no matase al hombre, me daba mi madre por
consejo. Veslos a ellos alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua
degollados.
MELIBEA.- ¡Oh mi vida y mi
señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve
deleite? ¡Oh pecadora de ti! Mi madre, si de tal cosa fueses sabedora, ¡cómo
tomarías de grado tu muerte y me la darías a mí por fuerza! ¡Cómo serías cruel
verdugo de tu propia sangre! ¡Cómo sería yo fin quejosa de tus días! ¡Oh mi
padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y lugar a quebrantar tu
casa! ¡Oh traidora de mí, cómo no miré primero el gran yerro
que se seguía de tu entrada, el gran peligro que esperaba!
SOSIA.- ¡Antes quisiera yo
oírte esos milagros! Todas sabéis esa oración después que no puede dejar de ser
hecho. ¡Y el bobo de Calisto que se lo escucha!
ACTO XIX
ARGUMENTO DEL DECIMONOVENO ACTO
Yendo
Calisto con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea, que lo
estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con
Areúsa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, vienen Traso y otros por
mandado de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y a Elicia, a los
cuales sale Sosia. Y oyendo Calisto desde el huerto donde estaba con Melibea el
ruido que traían, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus días
pereciesen, porque los tales este don reciben por galardón, y por esto han de
saber desamar los amadores.
MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida,
que yo quiero cantar sola.
Papagayos,
ruiseñores,
que
cantáis al alborada,
llevad
nueva a mis amores
como
espero aquí asentada.
La
media noche es pasada
y
no viene;
sabedme
si hay otra amada
que
lo detiene.
CALISTO.- Vencido me tiene
el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi
señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida, que desprivase tu gran
merecimiento? ¡Oh salteada melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo
no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de
entrambos?
MELIBEA.- ¡Oh sabrosa
traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo
creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida?
¿Había rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire
con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna
cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de
esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrío lleva por entre las frescas
hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por
intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras
cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué
sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le
trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no
me ocupes mi placer.
CALISTO.- Pues señora y
gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor
condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.
MELIBEA.- ¿Qué quieres que
cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía
sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose
el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena
crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas?
¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso
uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable
tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan
placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar
mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de
paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y
burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates
como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis
vestiduras?
CALISTO.- Señora, el que
quiere comer el ave quita primero las plumas.
LUCRECIA.- Mala landre me
mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera
y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no
hubieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo si estos necios de
sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!
MELIBEA.- ¿Señor mío,
quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?
CALISTO.- No hay otra
colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber,
dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo
puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que
en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?
LUCRECIA.- Ya me duele a mí
la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las
bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.
CALISTO.- Jamás querría,
señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la
noble conversación de tus delicados miembros.
MELIBEA.- Señor, yo soy la
que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación
incomparable merced.
SOSIA.- ¿Así, bellacos,
rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si
esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!
CALISTO.- Señora, Sosia es
aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un
pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.- ¡Oh triste de mi
ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.
CALISTO.- Señora, lo que no
hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.
SOSIA.- ¿Aún tornáis?
Esperadme, quizá venís por lana.
CALISTO.- Déjame, por Dios,
señora, que puesta está el escala.
MELIBEA.- ¡Oh desdichada
yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien
no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto
a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.
TRISTÁN.- Tente, señor, no
bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban
voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.
CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa
María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!
TRISTÁN.- Llégate presto,
Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.
SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡A
esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!
LUCRECIA.- ¡Escucha,
escucha! ¡Gran mal es éste!
MELIBEA.- ¿Qué es esto? ¿Qué
oigo? ¡Amarga de mí!
TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi
bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge,
Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo
nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!
MELIBEA.- ¡Oh desconsolada
de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo?
Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con
alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi
alegría es perdida, consumiose mi gloria!
LUCRECIA.- Tristán, ¿qué
dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?
TRISTÁN.- ¡Lloro mi gran
mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su
cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva
amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies;
llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento,
aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos
soledad, síganos desconsuelo, visítenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa
jerga!
MELIBEA.- ¡Oh la más de las
tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!
LUCRECIA.- Señora, no
rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué
planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste?
Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que
serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten
esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.
MELIBEA.- ¿Oyes lo que
aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con
responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir.
¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos
tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de
ellos carecéis!
LUCRECIA.- ¡Avívate, aviva!,
que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni
pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu
padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.
Acto XX
ARGUMENTO DEL VIGÉSIMO ACTO
Lucrecia
llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere.
Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a
la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea
dolor de corazón. Envía Melibea a su padre por
algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. Envía de sí a
Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre.
Descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado. En fin déjase caer de la
torre abajo.
PLEBERIO.- ¿Qué quieres,
Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco
sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser
que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?
LUCRECIA.- Señor, apresúrate
mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya,
de desfigurada.
PLEBERIO.- ¡Vamos presto!
¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por
que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué dolor y
sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste?
Mírame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que
presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimería al sepulcro.
Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mírame.
PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede
ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oír tu mal. No
pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate
de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mía, la causa
de tu sentimiento!
MELIBEA.- ¡Pereció mi
remedio!
PLEBERIO.- Hija, mi
bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el
cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el
dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni
faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora
consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de
animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no
me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.
MELIBEA.- Una mortal llaga
en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males,
menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.
PLEBERIO.- Temprano cobraste
los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegría, y
enemiga de enojo. Levántate de ahí, vamos a ver los frescos aires de la ribera.
Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no
hay cosa más contraria a tu mal.
MELIBEA.- Vamos donde
mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí goce de la
deleitosa vista de los navíos. Por ventura aflojará algo mi congoja.
PLEBERIO.- Subamos, y
Lucrecia con nosotros.
MELIBEA.- Mas, si a ti placerá,
padre mío, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor
o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de
su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonía.
PLEBERIO.- Eso, hija mía,
luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.
MELIBEA.- Lucrecia, amiga
mía, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañía de mi padre. Baja a él
y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se
me olvidó que hablase a mi madre.
LUCRECIA.- Ya voy, señora.
MELIBEA.- De todos soy
dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver
que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero
cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la
partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en
este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen
tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin.
Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo
con mi falta, en gran soledad le dejo. […] Tú, Señor, que de mi habla eres
testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis
sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con
los vivos padres.
PLEBERIO.- Hija mía Melibea,
¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?
MELIBEA.- Padre mío, no
pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla
que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija.
Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y
tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás,
honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para
sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de
mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no,
quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta.
Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte
quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados
los oídos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de
amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y si, como
yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y
doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de
campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de
armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día cuasi
la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes
descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y
envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más
acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de
gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar,
de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble
cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque
estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más
aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un
caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo
sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era
tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión
a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida
a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella
lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó
cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía
engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su
voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas
las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual
deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese,
según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable
estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las
paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que
traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un
ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba,
no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. Y de la triste caída sus
más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron
las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza,
cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío,
muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía.
Convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser
despeñada, por seguirle en todo. No digan por mí «a muertos y a idos...» Y así
contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y
señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la
tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo
mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa
vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan
nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi
agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más
aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la
gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas
decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti
largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver
presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos días largas
se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu
amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre.
Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este
cuerpo que allá baja.
Acto XXI
ARGUMENTO DEL VIGESIMOPRIMER ACTO
Pleberio,
tornado a su cámara con grandísimo llanto, pregúntale Alisa, su mujer, la causa
de tan súpito mal. Cuéntale la muerte de su hija Melibea, mostrándole el cuerpo
de ella todo hecho pedazos. Y haciendo su planto, concluye.
ALISA.- ¿Qué es esto, señor
Pleberio? ¿Por qué son tus fuertes alaridos? Sin seso estaba adormida del pesar
que hube cuando oí decir que sentía dolor nuestra hija. Ahora, oyendo tus
gemidos, tus voces tan altas, tus quejas no acostumbradas, tu llanto y congoja
de tanto sentimiento, en tal manera penetraron mis entrañas, en tal manera
traspasaron mi corazón, así avivaron mis turbados sentidos, que el ya recibido
pesar alancé de mí. Un dolor sacó otro, un sentimiento otro. Dime la causa de
tus quejas. ¿Por qué maldices tu honrada vejez? ¿Por qué pides la muerte? ¿Por
qué arrancas tus blancos cabellos? ¿Por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún
mal de Melibea? Por Dios, que me lo digas, porque si ella pena no quiero yo
vivir.
PLEBERIO.- ¡Ay, ay, noble
mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más
vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle,
por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida
dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré hecha
pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste
sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes que venís a
mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi
bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta
años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza
que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de
vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes
días me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación
cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu
agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te
queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento
y suspirar. Y si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta
vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja
las hembras a los varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo
sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro
corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada
heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién
planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me
sostienes? ¿A dónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable,
ministra y mayordoma de los temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel
ira, tus mudables ondas, en aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste
mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes
heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenías;
diérasme, fortuna fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no
pervirtieras la orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la recia
y robusta edad que no en la flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de
miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en
tus cualidades metieron la mano, a diversas cosas por oídas te compararon. Yo
por triste experiencia lo contaré como a quien las ventas y compras de tu
engañosa feria no prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta ahora
callado tus falsas propiedades por no encender con odio tu ira, por que no me
secases sin tiempo esta flor, que este día echaste de tu poder. Pues ahora, sin
temor, como quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya
enojosa, como caminante pobre que, sin temor de los crueles salteadores, va
cantando en alta voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus
hechos regidos por alguna orden. Ahora, visto el pro y la contra de tus
bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una
morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno,
región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes,
huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de
miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría,
verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor
sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas
las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti por que no te
podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados
de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la
celada cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu
arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán cuando vean el galardón que a
este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y
úntasnos con consuelo el casco. Haces mal a todos, por que ningún triste se
halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como
yo, tener compañeros en la pena. Pues desconsolado, viejo, ¡qué solo estoy! Yo
fui lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor, aunque más en mi
fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y
paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos
muertos en siete días, diciendo que su animosidad obró que consolase él al
pueblo romano y no el pueblo a él, no me satisface, que otros dos le quedaban
dados en adopción. ¿Qué compañía me tendrán en mi dolor aquel Pericles, capitán
ateniense, ni el fuerte Jenofón, pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes de
sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena, y el otro
responder al mensajero, que las tristes albricias de la muerte de su hijo le
venía a pedir, que no recibiese él pena, que él no sentía pesar. Que todo esto
bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que
fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en
sentir, y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo, que
dijo: «como yo fuese mortal, sabía que había de morir el que yo engendraba».
Porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis ojos con la gran fatiga
de amor que la aquejaba; el otro matáronle en muy lícita batalla. ¡Oh
incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos,
menos razón hallo para me consolar. Que si el profeta y rey David al hijo que
enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era cuasi locura llorar
lo irrecuperable, quedábanle otros muchos con que soldase su llaga. Y yo no
lloro, triste, a ella muerta, pero la causa desastrada de su morir. Ahora
perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores que cada día me
espavorecían. Sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué
haré cuando entre en tu cámara y retraimiento y la halle sola? ¿Qué haré de que
no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me
haces? Ninguno perdió lo que yo el día de hoy, aunque algo conforme parecía la
fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los atenienses, que a su hijo
herido con sus brazos desde la nao echó en la mar. Porque todas éstas son
muertes que, si roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero, ¿quién
forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza de amor? Pues, mundo halaguero,
¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti conociendo
tus falacias, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas
voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada?
¿Quién tendrá en regalos mis años, que caducan? ¡Oh amor, amor!, que no pensé
que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos. Herida fue de ti mi
juventud, por medio de tus brasas pasé, ¿cómo me soltaste para me dar la paga
de la huida en mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me había librado cuando los cuarenta años toqué, cuando fui contento con
mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy.
No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los padres. Ni sé si hieres
con hierro ni si quemas con fuego. Sana dejas la ropa, lastimas el corazón.
Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te
puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes. Si
los amases, no les darías pena. Si alegres viviesen, no se matarían como ahora
mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus ministros? La falsa
alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu
servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados. Calisto,
despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo
causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. No das iguales
galardones; inicua es la ley que a todos igual no es. Alegra tu sonido;
entristece tu trato. Bienaventurados los que no conociste o de los que no te
curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traídos.
Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo de toda
razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en
tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin
orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo. Pónente un arco en la mano
con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni ven
el desabrido galardón que se saca de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo,
que jamás hace señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de
humanas criaturas, las cuales son tantas, que de quien comenzar pueda apenas me
ocurre, no sólo de cristianos, mas de gentiles y judíos, y todo en pago de
buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó
amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué
Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo,
Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar
sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le
forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque tengo harto que contar en mi
mal. Del mundo me quejo porque en sí me crió; porque, no me dando vida, no
engendrara en él a Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi quejosa y
desconsolada postrimería. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por
qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu
querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por
qué me dejaste cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por
qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?