TEXTO 1
Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto, en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso, y aquella condenada esquina está abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero esas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente, satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, hermano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.
Max Aub, Crímenes ejemplares.
TEXTO 2
-What is that? -preguntaban los turistas.
Balmaceda sonreía, disculpándose, y negaba con la cabeza. Él llevaba, como todos, guirnaldas de flores en el pescuezo, anteojos de sol y camisa con palmeras, pero estaba todo empapado de sudor por culpa de un paquete muy pesado.
Parecía condenado a carga perpetua. Había intentado abandonar el enorme bulto en el baño de un hotel en Manila y en el mostrador de la aduana de Papeete; había intentado arrojarlo por la borda del barco y había intentado olvidarlo en varios frondosos parajes de las islas del archipiélago de Tahití. Pero siempre había alguien que lo alcanzaba corriendo:
-¡Señor, señor, que se ha dejado algo!
Esta triste historia había empezado cuando el dictador Marcos invitó al dictador Pinochet a visitar las Filipinas. Entonces la cancillería chilena había enviado un busto de bronce del general O'Higgins desde Santiago a Manila. Pinochet iba a inaugurar esa efigie del prócer nacional en una plaza central de la ciudad. Pero Marcos, asustado por las furias de su pueblo, canceló súbitamente la invitación. Pinochet tuvo que volverse a Chile sin aterrizar. Entonces el funcionario Balmaceda recibió categóricas instrucciones en la embajada chilena en Manila. Por teléfono, le ordenaron desde Santiago:
-Basta de papelones. Deshágase de ese busto como pueda. Si vuelve a Chile con él, pierde el empleo.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos.
TEXTO 3
La familia de Andrés, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y cinco hermanos.
El padre, don Pedro Hurtado, era un señor alto, flaco, elegante, hombre guapo y calavera en su juventud. De un egoísmo frenético, se consideraba el metacentro del mundo. Tenía una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una forma insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente, con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.
Varias veces, al oír a don Pedro quejarse del cuidado que le proporcionaba el manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara en manos de Margarita. Margarita contaba ya veinte años, y sabía atender a las necesidades familiares mejor que el padre; pero don Pedro no quería.
A éste le gustaba disponer del dinero; tenía como norma gastar de cuando en cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque supiera que en su casa se necesitaban para algo imprescindible.
Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina; no podía utilizar pañuelos de algodón, como todos los demás de la familia, sino de hilo y de seda. Era socio de dos casinos, cultivaba amistades con gente de posición y con algunos aristócratas, y administraba la casa de la calle de Atocha, donde vivían.
Pío Baroja, El árbol de la ciencia.
TEXTO 3
La familia de Andrés, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y cinco hermanos.
El padre, don Pedro Hurtado, era un señor alto, flaco, elegante, hombre guapo y calavera en su juventud. De un egoísmo frenético, se consideraba el metacentro del mundo. Tenía una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una forma insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente, con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.
Varias veces, al oír a don Pedro quejarse del cuidado que le proporcionaba el manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara en manos de Margarita. Margarita contaba ya veinte años, y sabía atender a las necesidades familiares mejor que el padre; pero don Pedro no quería.
A éste le gustaba disponer del dinero; tenía como norma gastar de cuando en cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque supiera que en su casa se necesitaban para algo imprescindible.
Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina; no podía utilizar pañuelos de algodón, como todos los demás de la familia, sino de hilo y de seda. Era socio de dos casinos, cultivaba amistades con gente de posición y con algunos aristócratas, y administraba la casa de la calle de Atocha, donde vivían.
Pío Baroja, El árbol de la ciencia.
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